BORGHILDUR
Autor: Tadeus Calinca
Arrecia la tormenta. La nieve, llevada por el viento,
golpea sin cesar. Gunnar se revuelve una vez más sobre los gruesos mantos de
lana y, al hacerlo, su cuerpo choca calladamente con el de su esposa, Ása
Asmundardóttir, a quien cree dormida.
No ha pegado ojo en toda la noche,
preocupado como está por los matices infinitos de su granja. ¿Dónde estará a
estas horas el buey? Lo imagina vagando sin rumbo en la noche oscura que se
mezcla con el día, teme que haya hundido las pezuñas en el lugar equivocado y
acabe atrapado en alguna cresta. ¿Dónde estará el pequeño rebaño de cabras que
duermen a la intemperie? Y sus caballos, recogidos en el establo, ¿aguantarán
un día más sin trotar sobre la nieve? ¿Tendrán suficiente heno para soportar el
paso helado de la tormenta?
Gunnar y su mujer son los únicos
habitantes de la casa con habitación propia, apenas cuatro tablas de madera que
los separan de la sala principal, donde sus hijos, los criados y los invitados
se apretujan para dormir en las largas bancadas que flanquean las paredes. En
el centro, iluminando pálidamente la estancia, humean aún las brasas de carbón.
Ahí duerme su hijo Einar, que también
le quita el sueño, empeñado en irse a probar fortuna en Groenlandia en vez de
afrontar con valentía sus muchas cuentas pendientes, enfrentarse a sus enemigos
y esperar justicia cuando se reúna el Thing en primavera, o mejor aún tomarse
la justicia por su mano y vengarse con la espada de aquellos que quemaron su
casa y con ella a varios de sus sirvientes. ¿Groenlandia? Falsamente llamada
'la tierra verde', poco más que un espejismo que embauca a los jóvenes que,
como su hijo Einar, no saben qué hacer con sus vidas.
Ahí duerme Borghildur, esposa de Einar,
y el hijo de ambos, Eiríkir.
Ahí duerme Sigrún, hija mayor de
Gunnar, que ha vuelto a casa después de divorciarse de su marido según las
leyes de los islandeses. Cerca de ella sus hermanos, Elva y Finnur.
Ahí duermen los cuatro groenlandeses
que llegaron a finales de verano en compañía de Einar y tuvieron que quedarse a
pasar el invierno en Eyjafjörður porque les resultaba imposible seguir camino
hacia el este.
Ahí duerme Bessi, esclava y antigua
concubina de Gunnar; a su lado Friða, hija de ambos, y a continuación Geir,
también esclavo.
Ahí duerme Atli, sirviente de la
granja, y su esposa Svana, embarazada.
Ahí están todos, en la atmósfera tibia
y maloliente, de ahí le llega a Gunnar el sonido apagado de ronquidos,
flatulencias y frases que parecen dichas en sueños.
Ahí duermen todos, o al menos eso cree.
Borghildur, esposa de Einar, da de mamar a su pequeño
hijo. Para ello no le hace falta sentarse sobre el banco de madera, le basta
con recostarse de lado, dándole el pecho a Eiríkir mientras le acaricia el
rostro, la piel del niño sonrojada por la cercanía de la lumbre, los dedos de
ella cálidos y suaves.
Desde la bancada de enfrente los mira
Finnur, hijo menor de Gunnar, y por tanto cuñado de Borghildur. Ella sabe que
la mira y le devuelve la mirada con una tierna sonrisa. Finnur elige cada noche
dormir en ese lugar porque así puede mirar a madre e hijo en silencio.
El verano pasado, mientras Einar estaba
en Groenlandia buscando un lugar donde asentarse, Borghildur pasó largas horas
con el joven Finnur. Ahora, en los rescoldos del fuego invernal, recuerda los
paseos por el prado con su pequeño Eiríkir en brazos, acompañados a menudo por
Finnur, que no paraba de hacerle caricias y carantoñas al niño. Recuerda los
baños en las humeantes aguas termales, a las que acuden en verano los
habitantes de este lado del fiordo; no les importa entonces despojarse de sus
vestiduras y hundir el cuerpo desnudo en el agua cálida, como así hicieron
Borghildur y Finnur, ella con sus abundantes pechos de madre al desnudo, él con
su desnudez adolescente y el incipiente vello que asomaba en su cuerpo, el
pequeño Eiríkir jugando en el agua, chapoteando entre risas, alargando los
bracitos alternativamente a su madre o a su joven tío.
Borghildur no quiere irse a
Groenlandia, no quiere irse de esta granja aunque la tierra sea pobre. Le da
miedo el viaje. Le da miedo Einar, su marido. Si por ella fuera, alargaría para
siempre esta sencilla alternancia de las estaciones: un verano donde impera la
luz del sol y el duro trabajo en el campo; un invierno de oscuridades y de
dulces recuerdos.
¿Quién cruza la sala con pasos medidos y silenciosos?
Finnur y Borghildur, cada uno a su lado de la sala, ven pasar esa sombra. A
pesar de la semioscuridad, no les cuesta reconocerla. Es Sigrún, hija de
Gunnar. Va hacia el lugar donde alguien la espera. Ese alguien es Leif, uno de
los groenlandeses, el de mayor edad, el que parece estar al mando del pequeño
grupo de visitantes. El lugar donde Leif espera a su amante es la despensa de
productos lácteos.
Sigrún abre la puerta, como otras
noches, y recorre con sigilo el estrecho pasillo que conduce a la despensa. Va
a tientas, temerosa de tropezar con alguna de las cubas. Pasa el dorso de la
mano por la basta superficie de la pared y los mohosos vértices de las
cubiertas, amodorrado el olfato en el rancio olor de carne asada y suero
lácteo, anulado el sentido de la vista en la oscuridad total, en busca a ciegas
de una mano que finalmente es encontrada, y un abrazo, y un cuerpo caliente.
Cuando llegue la primavera, será el
momento de abrir de par en par la despensa y vaciar los contenedores para
limpiarlos de inmundicias. Entrará la luz por las ventanas ahora tapiadas con
barro, empezará de nuevo el ciclo de buscar los pastos elevados para las vacas
y preparar la mantequilla y el skyr
en el chamizo habilitado a tal fin. Entonces Sigrún habrá partido a Myran, en
la costa oeste, donde ha sido concertado su segundo matrimonio. Pero antes de
esa luz y de esa vida recobrada, quedan aún unos meses en las tinieblas, en la
humedad de la despensa donde los cuerpos desnudos se aferran el uno al otro.
Voces acalladas, dedos en la nuca, fuertes, dedos en los labios tapando el vaho
y las palabras.
Ása tampoco puede dormir. Le gustaría abrir el cerrojo
que la separa de los otros para poder indagar sus movimientos y sus sueños. Parece
que no es la única que tiene problemas para dormir, a juzgar por cómo Gunnar,
su marido, retuerce su pesado cuerpo junto al suyo.
No le apetece pensar pero no le queda
otro remedio, ¿qué va a hacer si no en esta larga noche invernal anterior a un
día que será oscuro como el humo? Piensa en su hijo Einar y en su nuera
Borghildur, sobre la que tiene dudas después de haberla visto sonreír en
primavera entre baños y juegos en el prado, y luego apagarse como una flor
marchita cuando regresó el barco desmañado que traía de vuelta al padre de su
hijo. Pero sobre todo piensa en Bessi, la esclava protegida de su esposo, mujer
a la que odia. El otro día tuvo un encontronazo con ella en la dyngja, que así llaman en Islandia a la
sala anexa destinada a la costura; no sabe muy bien cómo comenzó, por una
mirada sospechosa, por puro aburrimiento. Lo cierto es que poco después de
empezar a hilar estaba dando voces, dirigiendo a la concubina los viejos
reproches de siempre, los juicios sobre su conducta moral, las falsas ideas
sobre sus supuestas ambiciones, a lo cual Bessi contestó sin miramientos,
amparada en su particular estatus de esclava y madre de alguien que podría
reclamar sus derechos, y pronto estaban enzarzadas en algo más que gritos, en
especial cuando Ása la empujó contra el telar y Bessi se repuso del golpe
alzando el brazo contra ella, momento en el que Ása reanudó sus acusaciones,
mentando los supuestos amoríos de la esclava con Atli, el pastor de la granja,
o con Geir, el joven esclavo, y entonces el alboroto de las mujeres había
atraído hacia ellas al pequeño grupo de hombres que quedaban en la casa,
mayormente groenlandeses medio borrachos después de ahogar las penas en
cerveza, entretenidos ahora en esta nueva diversión que les proporcionaba la
pelea de las dos mujeres.
Ahora Bessi duerme en la gran sala,
como los otros. A su lado está Friða, su hija de siete años. Mañana, haya
tormenta o no, ocupará con las demás mujeres su lugar en el banco de madera, y
con ellas hilará en silencio.
Los groenlandeses Sverre y Bjarni duermen
plácidamente, sus cuerpos apretados el uno contra el otro en busca de confort y
de un poco de calor adicional en la fría noche. La imagen no es extraña entre
hombres acostumbrados a los largos viajes por el mar, donde se ven obligados a
compartir exiguos espacios en cubierta con los demás navegantes. Sin embargo,
hay un detalle que no es tan habitual: el brazo de uno que rodea el del otro, y
las manos de ambos que se unen bajo el manto. Sverre y Bjarni buscan a menudo
ese lazo de calor y de amor y lo encuentran a escondidas, en resquicios ocultos
donde nadie pueda descubrirlos, o si alguien los descubre, como ocurrió el otro
día en la cuadra, que esa persona decida mirar a otro lado y guardar silencio,
porque lo contrario sería una seria acusación y una condena severa. Así hizo
Gunnar el otro día cuando entró al establo a inspeccionar su caballo favorito,
como hace a menudo, y los vio allí, semidesnudos sobre el montón de heno. Los
miró con un leve gesto de advertencia, pero decidió salir del lugar sin
pronunciar palabra.
Thorir se acerca a donde está Elva y se acuesta a su
lado con gran disimulo. Él es uno de los groenlandeses, ella la hija menor de
Gunnar y Ása. Llevan varios días jugando a su propio juego sensual: se les ha
visto por las mañanas tonteando en el vestíbulo mientras se lavan, cogiendo el
agua fresca en ambas manos, salpicándose el rostro entre risas, o bromeando en
la nieve tras atreverse a salir de casa y surcar juntos el campo helado. Algún
beso se deben de haber dado; alguna reprimenda le han costado a Elva tales
suposiciones. Su madre la sienta a su lado mientras tejen, ella mira al otro
lado y sonríe sin ser vista.
Esta noche Thorir ha dado un paso más:
se ha levantado de su rincón en la sala, la ha recorrido con pasos lentos, se
ha echado junto a ella y a ella no le ha parecido mal su comportamiento. Ahora
duermen o hacen como que duermen, abrazados en este lugar que, por suerte para
ellos, está distante del fuego y por tanto es más oscuro.
Se oye ruido en la habitación de
Gunnar, parece que el dueño se dispone a salir, alertado quizá por uno de
tantos ruidos en la noche tormentosa, en particular uno que no le ha gustado,
de madera quebrada o fragmento de tejado alzado por el viento. Nada más oír el
sonido seco del cerrojo, el joven Thorir se levanta como un resorte. Antes de
salir raudo a su lugar en la bancada le da un rápido beso a Elsa, que lo ve
alejarse divertida. En su camino de vuelta, Thorir se cruza con Gunnar, y este
se limita a mirarlo fugazmente. Podría preguntarse qué hace de pie este joven
groenlandés, o de dónde viene, pero sus preocupaciones a estas horas son más
bien de orden técnico: la correcta sujeción de las vigas y los postes, el
ensamblaje de los tepes en las paredes o el correcto entramado de maderas y
turba que dan forma al tejado. Poco le importan otros detalles de la noche.
Su hija Elva, mientras tanto, cierra
los ojos y sonríe.
Atli, acodado en uno de los rincones más estrechos de
la sala, ve pasar a Gunnar. Igual que le ocurre al dueño de la casa, le resulta
imposible dormir en esta noche de tormentas, o en esta noche inacabable que no
es noche ni día. Dentro de unas horas, cuando el sol asome tristemente, tendrá
que salir a pesar del frío a encargarse de los rebaños. Primero tendrá que encontrarlos,
pues andarán dispersos después del vendaval.
A su lado duerme Svana, su esposa,
embarazada de su primer hijo. Cada uno a su manera, pero los dos al unísono,
albergan sueños de futuro: terminar de construir su casa larga, que quedó a
medias en verano, establecerse en ella como arrendatarios de Gunnar, encender
por primera vez el fuego central en la sala, ver crecer allí a sus hijos,
protegidos por la lumbre.
Alguna tímida claridad parece filtrarse por las
escasas aberturas de la casa, situadas en el techo. El esclavo Geir es el
primero en levantarse; tiene que ir a la cuadra a cuidar de los caballos. Hoy
quizá deje de nevar y los pueda subir a las zonas de pastura. Es su cometido
habitual, y lo lleva a cabo disciplinadamente, pues son muchas las palizas que
ha recibido en el pasado por parte de ese mismo hombre que ahora se cruza en su
camino y le dirige una desinteresada mirada. Todo está en orden, parece decir
Gunnar con su silencio.
Geir abre con cuidado el portón que da
al vestíbulo. Allí guarda su ropa de abrigo, raída en algunas partes, y también
su gorra y sus guantes remendados. A poco que aflojen los vientos se adentrará
en los senderos guiando con precisión a las monturas. Debe ir con cuidado: un
solo error sería una nueva tunda de palos.
Einar despierta junto a Borghildur. En los penosos
albores del nuevo día percibe, al otro lado de la sala, los ojos bien abiertos
de Finnur y cómo esos ojos miran a su esposa. Sabe que su hermano está
encaprichado con ella. Por suerte se irán dentro de un tiempo a Groenlandia, de
lo contrario tendría que darle una lección de la única manera que sabe, a
golpes.
Un rápido vistazo para ver a su hijo
Eiríkir. Un instintivo tirón de la manta para cubrir el cuerpo de su mujer e
hijo.
Einar repasa sus cuentas pendientes. Su
caso, el enfrentamiento con Thorgeir Pelo-ceniza que culminó con su casa
quemada y algunos muertos por ambas partes, está pendiente de ser tratado en el
Thing, donde su padre le asegura que tendrá a su favor a los mejores
litigantes. Pero a él le importa bien poco. Su único horizonte es Groenlandia,
de la que le han hablado tanto, y que ha podido ver con sus propios ojos,
deseoso de encontrar, más allá de los interminables campos de hielo, esa tierra
verde prometida.
Poner mar de por medio, empezar una
nueva vida.
Lo que no sabe es que su esposa, a la
que cree dormida, tiene también los ojos abiertos, y mira sin mirar a Finnur,
aunque este piense que lo mira como una futura amante.
Amanece lentamente en la vieja casa de Gunnar.
Borghildur la echará de menos, a pesar del ambiente irrespirable y la multitud
de cuerpos que ahora, ante sus ojos, van desperezándose sin prisa. Al menos hay
un fuego encendido que caldea la estancia, y las gruesas paredes de la casa
resisten el viento más fuerte, y en la despensa no faltan alimentos con los que
empezar el nuevo día. Por las tardes, cuando empieza a declinar el sol
invernal, se reúnen alrededor del fuego a contar viejas historias. Así
transcurre la vida. Que no cambie, piensa Borghildur mientras da el primer beso
del día a su pequeño Eiríkir.
© Tadeus Calinca, 2019.
Relato publicado en el volumen Ser el mejor de los hombres, Flores que el río lleva lejos, y otros relatos (XI Concurso Hislibris). Ed. Evohé (2019).
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