DOS MUJERES EN JERUSALÉN

Tenían el mismo nombre, Helena, si bien eran de épocas distintas: una vivió en el siglo I de nuestra era, la otra entre el III y el IV. Coinciden también en un hecho particular de su biografía: en algún momento, llevadas por sus sentimientos religiosos, decidieron viajar a Jerusalén, ciudad sagrada para judíos y cristianos.

La menos conocida de las dos es Helena, reina de Adiabene, un pequeño reino situado en el curso alto del río Tigris. Adiabene, al igual que otros regna minora como Osroene, Sofene o Comagene, ocupaba una posición fronteriza entre las potencias que dominaron la región en diferentes épocas: reinos helenísticos, Imperio Parto, Armenia, Roma. Su historia está directamente relacionada con los equilibrios de poder y los conflictos entre unos y otros; su particular situación geográfica trajo consigo, además, una interesante mezcla de elementos culturales y religiosos.

Mapa de la región durante los tiempos de Tigranes el Grande. Fuente: Wikipedia.

Lo poco que sabemos de Helena nos ha llegado gracias a Flavio Josefo, autor judeo-romano del siglo I, y por textos hebreos y armenios. Helena estuvo casada con Monobazos I, rey de Adiabene, que además era su hermano. La costumbre del matrimonio entre hermanos no era rara en aquellas tierras, al menos entre la realeza: existen casos conocidos en el reino de Comagene, limítrofe con Adiabene, y también en el Imperio parto, que fue muy influyente en esos territorios. Helena tuvo dos hijos con Monobazos: Izates, que se convirtió en rey en 30EC tras la muerte de su padre, y Monobazos II, que fue rey después de su hermano. En algún momento durante el reinado de su hijo Izates, Helena se convirtió al judaísmo. Según cuenta Josefo en sus Antigüedades judías, la conversión se produjo por influencia de Ananías, un comerciante judío que se había instalado en la corte de Adiabene. Entre los que abrazaron el judaísmo estaba también el propio Izates, que llegó incluso a circuncidarse. El hecho de que el rey se adhiriera a una religión considerada extranjera en su territorio no estaba exento de riesgos; a pesar de ello, tal decisión no provocó ninguna crisis destacable en su reinado.

A mediados de los cuarenta, Helena decidió instalarse en Jerusalén, la ciudad santa de su nueva religión. En aquellos tiempos, la tierra de Palestina estaba azotada por una importante hambruna. Helena no dudó en dedicar grandes esfuerzos e importantes sumas de dinero a paliar el sufrimiento de la gente, lo cual la convirtió en un personaje querido. El año 55, tras la muerte de su hijo Izates, volvió a la corte de Adiabene para estar presente en la coronación de su otro hijo, Monobazos. Poco después, quizá en 56, murió la propia Helena. Sus restos mortales fueron enviados a Jerusalén, donde fueron enterrados junto a los de otros miembros de su familia en una gran tumba con tres pirámides que ella misma había mandado construir. Con toda probabilidad, esa tumba es la que hoy en día se conoce como Tumba de los Reyes, en Jerusalén, cuyos restos fueron excavados en el siglo XIX. El nombre de la tumba es equívoco, ya que hace referencia a los antiguos reyes de Judea, pero hoy en día se sabe que su fecha de construcción es contemporánea a la época de Helena e Izates.

La Tumba de los Reyes en una litografía de 1842. Foto: Wellcome Collection

También tenemos noticia del suntuoso palacio que Helena se hizo construir en Jerusalén, muy cerca del Templo. Flavio Josefo lo menciona en varias ocasiones en su obra La guerra de los judíos. Precisamente esa guerra, que empezó con la revuelta judía del año 66 y culminó con la destrucción del Templo y la ciudad de Jerusalén en el año 70, supuso también la destrucción del palacio de Helena, que pasó al olvido. En tiempos recientes, durante unas excavaciones en el centro de Jerusalén, se descubrieron unas estructuras antiguas que algunos historiadores relacionan plausiblemente con el antiguo palacio de Helena, si bien no se ha encontrado aún algún indicio seguro para tal atribución.

Si damos un salto de tres siglos, nos encontramos con la segunda protagonista de esta historia, también llamada Helena, una mujer cuya vida tuvo todo tipo de altibajos: repudiada por su marido, Constancio, permaneció durante muchos años en el olvido hasta que el hijo de ambos, Constantino, se hizo con el poder en 312. Alcanzó mayor prominencia como figura pública en 326, tras la muerte de Fausta, esposa de Constantino (instigada por el propio emperador). Fue entonces cuando Helena, a pesar de su avanzada edad (tenía alrededor de ochenta años por aquellas fechas) solicitó permiso para peregrinar a Palestina, donde quería visitar los lugares relacionados con la vida de Jesucristo. Durante su periplo, tal como nos cuenta Eusebio en su Vita Constantini, Helena realizó notables obras de caridad, utilizando para ello los fondos del tesoro imperial. Además, mandó construir dos iglesias en Tierra Santa: la de la Natividad en Belén y la del Monte de los Olivos, que fueron posteriormente engrandecidas por Constantino.

En épocas posteriores, las andanzas de Helena por Tierra Santa fueron embellecidas con una serie de leyendas que alcanzaron gran popularidad en la Edad Media, según las cuales Helena en persona habría descubierto en Jerusalén los restos de la cruz en la que fue crucificado Jesucristo. Es cierto que algunas fuentes refieren para esa época el descubrimiento de esas reliquias, que fueron posteriormente llevadas a diferentes lugares del Imperio, pero la relación de esos hechos con Helena es probablemente una invención posterior. La iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén, en el Laterano, albergaba algunas de esas reliquias; según el Liber Pontificalis, fue construida por el propio Constantino. Se da la circunstancia de que esa iglesia está ubicada en el recinto del Palacio Sessoriano, el lugar de residencia de Helena en Roma. En los últimos años se han llevado a cabo importantes excavaciones en el lugar, que permiten hacerse una idea más exacta de cómo era en tiempos de Helena.

Fragmento del Retablo de la Santa Cruz, siglo XV. Museo de Bellas Artes de Valencia. Foto del autor. Enlace.

Los historiadores llevan siglos debatiendo sobre la religiosidad de Constantino. Hay importantes dudas sobre el relato que nos ha llegado de los autores clásicos, que generalmente realzan su adhesión al cristianismo. Lo mismo puede decirse de Helena, a la que algunos ven como la persona que influyó decisivamente en Constantino para que este, finalmente, se convirtiera al cristianismo. Es difícil valorar en su justa medida la información procedente de las fuentes antiguas, de modo que las dudas persisten, y el debate sigue abierto. La (re)invención por parte de la tradición cristiana de episodios como el descubrimiento de la cruz o el sueño de Constantino antes de la batalla del Puente Milvio dificulta la tarea de delimitar con exactitud el perfil religioso de los propios personajes.

En definitiva, dos mujeres de la antigüedad unidas por su nombre y por el hecho de haber peregrinado, animadas por su fe, a la tierra que ellas consideraban santa. Es probable que cuando Helena, la madre de Constantino, visitó esas tierras, el recuerdo de la anterior Helena, la de Adiabene, estaba ya muy difuminado. Los restos de su palacio yacían enterrados bajo la nueva ciudad que construyeron los romanos después de las sucesivas guerras judías, en especial cuando Adriano decidió fundar en el lugar arrasado una nueva colonia a la que llamó Aelia Capitolina. En tiempos de Constantino, los templos paganos construidos por Adriano empezaron a ser derruidos; en su lugar, se construyeron iglesias. Comenzaba así un nuevo capítulo en la historia de Jerusalén, al que seguirían otros muchos.

@Tadeus Calinca 2019
Bibliografía:
- Barnes, Timothy (2011). Constantine. Dinasty, Religion and Power in the Later Roman Empire. Blackwell.
- Marciak, Michal (2014). Izates, Helena and Monobazos of Adiabene: A Study on Literary Traditions and History. Harrassowitz Verlag.
- Notley, R. and J. García (2014). "Queen Helena’s Jerusalem Palace—In a Parking Lot?". Biblical Archaeology Review (May/June 2014): 28–68.