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GABINIO - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

GABINIO

Autor: Tadeus Calinca

Alexandreum (Judea), finales de 57 a.e.c.

En la ladera de la montaña, escarpada, árida, pedregosa, se ven aún, desperdigados entre piedras y exiguos matorrales, algunos cuerpos sin vida. Los compañeros de armas, escuálidos y harapientos, intentan a duras penas darles sepultura en esta tierra de nadie; deben hacerlo, además, bajo la estrecha vigilancia de los vencedores.
―¿Volverá a intentarlo? ―pregunta Marco Antonio, que por primera vez desde que empezó el día ha descendido de su cabalgadura.
―No lo dudes ―le responde Gabinio―. Alejandro aprovechará cualquier ocasión para rebelarse contra Hircano.
―Y contra Roma.
Ambos hombres ascienden por la estrecha senda que lleva a la fortaleza, solitaria en la cumbre. Horas atrás Alejandro, hijo de Aristóbulo, aceptó las cláusulas de su rendición y se marchó del lugar bajo custodia. "Prometo no alzarme de nuevo contra Roma", dijo con escasa convicción. Frente a él estaba Aulo Gabinio, gobernador romano de Siria, antiguo cónsul, que se había tomado la molestia de dejar por unas semanas la vida placentera de Antioquía para adentrarse con sus legiones en las inhóspitas tierras de Judea; su misión no era otra que sofocar la enésima sublevación de lo que él considera reyezuelos.
―¿Por qué lo hacen?
―¿Crees que lo sé?
El joven Marco Antonio pregunta lleno de curiosidad. Acaba de vivir su primera campaña militar como oficial de alto rango y se le escapan aún los engranajes íntimos de las guerras. Siente que le harán falta futuras campañas para aprender.
Unos pasos más adelante, un tribuno del ejército se ha detenido al borde del camino. Cuando llegan a su altura, ven que está dando de beber a uno de los judíos moribundos.
―No sirve de mucho, Septimio. ¿Crees que un poco de agua lo va a salvar?
Septimio mira al procónsul mientras sostiene con la mano izquierda el brazo del soldado herido.
―Vendrán ahora sus compañeros a llevárselo. Aún tiene alguna esperanza de sobrevivir.
―¿Lo crees? Les espera una larga caminata bajo el sol, desarmados, hambrientos. ¿Crees que un herido llegará lejos?
―No lo sé ―contesta Septimio, de cuyo odre resbalan apenas las últimas gotas.
Gabinio y Marco Antonio prosiguen su lenta marcha hacia la cima. A su paso, reciben el caluroso saludo de los legionarios y la mirada temerosa de los vencidos.
Septimio echa un último vistazo al soldado al que intentaba socorrer, y se une a la comitiva de los vencedores, como le corresponde a un tribuno. Por delante de él pasa ahora Antípater, el idumeo, seguido de Malico y Peitolao; todos ellos han dirigido tropas judías contra Alejandro, también judío. Las noticias tardarán poco en llegar a Jerusalén, donde Hircano, tío de Alejandro y hermano del anterior rey, desterrado en Roma, espera el desenlace de este cruento episodio. De él depende que pueda seguir siendo sumo sacerdote y rey de Judea.


Antioquía, febrero de 56 a.e.c.

La ciudad está en calma, o al menos eso le parece a Marco Antonio, que ha dejado la ciudadela y se acerca, sin prisas, a los primeros barrios habitados. El magnífico teatro, que fue construido aprovechando la ladera del monte, le recuerda dónde está: en la antigua capital de los seléucidas, que cayó en poder de los romanos, tras la conquista de Pompeyo. El trazado de la ciudad, según dicen los propios antioquenos, está basado en el de Alejandría; no en vano Seleuco, antiguo general de Alejandro Magno, buscó en todo momento emularlo.
Siguiendo el trazado rectilíneo de las calles, Marco Antonio se aproxima al puente sobre el río Orontes; al otro lado, en la pequeña isla cubierta de mármol y oro, aparece ante su vista la inconfundible mole del palacio real, ahora residencia del gobernador.
Los soldados de guardia lo saludan al pasar. Cada saludo es para él una dosis de energía, un estímulo.

Ya en el palacio, Gabinio le sale al encuentro con un vaso de vino en la mano.
―Bienvenido. Eres el último en llegar.
A la gran sala le faltan estatuas donde ahora hay pedestales vacíos, le faltan paneles de oro y algunas pinturas que adornaban las paredes, ahora desnudas. A pesar de ello, conserva en algunos trazos, y en sus propias dimensiones, la antigua magnificencia de los seléucidas.
―Ave, Marco Antonio ―le dice Septimio, que charla animadamente con un grupo de invitados formado por oficiales del ejército que, como él, disfrutan del período de paz que les concede el invierno y se divierten a su manera, entregados al vino y a los contorneos de las bailarinas.
―Ave, Septimio ―le contesta Marco Antonio, que ya tiene en su mano el vaso de vino que le ha servido un esclavo.
Gabinio se acerca a ellos acompañado de alguien a quien no conocen, un hombre de baja estatura y cabellos negros; por sus vestiduras, no parece romano, ni sirio.
―Os presento a Arquelao, recién llegado a Antioquía.
―Es un honor para mí ―dice el desconocido, saludándolos con una leve inclinación de la cabeza.
―Arquelao es de Capadocia, un lugar muy lejano, más allá del monte Amano y del Antitauro. Se ha dejado el rebaño de cabras en alguna de aquellas montañas y ha venido a propósito a visitarnos…
―¿Qué rebaño de cabras? ―protesta Arquelao entre las risas de sus contertulios―. Debéis saber que soy el sumo sacerdote de Comana, y que tengo más de seis mil personas al servicio del templo y de mi persona.
―No te enfades, querido Arquelao, tan solo bromeábamos ―le interrumpe Gabinio, visiblemente afectado por el vino―. ¿Qué te ha traído a Antioquía? Cuéntaselo a nuestros amigos. Perdón, no te los he presentado: Marco Antonio, jefe de la caballería; a su lado Lucio Septimio, tribuno.
―Soy amigo de los romanos, por eso estoy aquí. Mi padre hizo un pacto con Cornelio Sila, y se unió en su lucha contra Mitrídates del Ponto.
―Se te olvida decir que antes de ese pacto fue enemigo acérrimo de Roma―apostilla Marco Antonio, que muestra curiosidad por las palabras de Arquelao; quizá sea porque, a diferencia de los otros, aún está sobrio.
―Tienes razón. Tanto es así que fue el principal general de Mitrídates y se casó con una de sus hijas, que fue mi madre. Pero todo eso cambió cuando conoció de verdad la grandeza de Roma.
―No has contestado a la pregunta ―insiste Gabinio―. ¿Por qué has hecho un viaje tan largo hasta Siria?
―Quiero ayudaros en vuestra próxima campaña.
La frase parece sacar a Gabinio, momentáneamente, de su ebriedad.
―¿Qué campaña?
―La de Partia. Todo el mundo sabe que el hijo de Fraates se ha refugiado en Siria, de donde espera volver en dirección a oriente para enfrentarse a su hermano, y para ello cuenta con la ayuda de los romanos.
―Esa campaña tendrá que esperar, me temo.
―Tengo tiempo ―dice Arquelao, que por primera vez esgrime una sonrisa―. Es mi intención contribuir al buen fin de esa guerra. Tengo ejército, riquezas. Soy amigo de Roma, como os decía.
―A tu salud ―dice Gabinio levantando su vaso, en un gesto que es secundado por los demás.
Marco Antonio mira a su alrededor, aún demasiado sereno para entender la lógica de lo que está ocurriendo. Frente a él, Septimio levanta el vaso y bebe de un trago su contenido, mientras una de las bailarinas, agarrada a sus brazos, insiste en probar un poco de ese vino. A Marco Antonio le viene a la mente otra imagen de Septimio, meses atrás, cuando daba de beber a un soldado herido, pero no es más que un breve destello momentáneo, nada que deba preocuparlo en exceso.
―Lléname el vaso ―dice a uno de los sirvientes, resuelto a combatir cuanto antes su sobriedad.
―¿Habéis escuchado las últimas noticias? ―dice Gabinio en voz alta.
―¿Las de Egipto?
―Sí.
―¿Qué ha ocurrido en Egipto? ―pregunta Arquelao.
―Dicen que la reina Berenice busca marido. Se ve que el que tenía no le acababa de gustar, y por eso ordenó que le cortaran la cabeza. Y mientras tanto su padre, el depuesto rey Ptolomeo, en Roma mendigando un poco de ayuda para recuperar el trono.
―Estos alejandrinos, no hay quien los entienda.
―¿Alguien se anima a ir a Egipto a probar suerte? Berenice tiene fama de hermosa.
―¡Que lo intente otro! ―exclama Septimio, cada vez más inmiscuido en el abrazo de la bailarina.
Arquelao bebe de su vaso, pensativo. Ignoraba las noticias procedentes de Alejandría, y no había pensado nunca que lo que ocurriera en Egipto, una tierra tan lejana e incomprensible, pudiera interesarle.
―Arquelao, ¿un poco de vino?
―Sí, claro ―contesta, distraído.

Al día siguiente, Aulo Gabinio recibe la visita inesperada de Arquelao.
―Necesito hablar contigo ―le dice el capadocio, sin mayores preámbulos ni consideraciones hacia la actual resaca del gobernador.
―Habla, Arquelao.
―He decidido que me voy a Alejandría.
―¿A Alejandría?
―Sí. Quiero presentarme allí y ofrecerme a la reina como su esposo.
―¿Casarte con Berenice, hija de Ptolomeo? ¿Cuándo se te ha ocurrido esa locura?
―Anoche mismo tomé la decisión. Y no hay tiempo que perder.
―No puedo permitírtelo.
―¿Por qué no?
―Estás aquí como amigo de Roma. No podemos inmiscuirnos en los asuntos de Egipto sin consultarlo antes con Pompeyo, que es uno de los cónsules. Y es Pompeyo, el mismísimo Pompeyo Magno, ¿lo entiendes?
Gabinio se toma unos momentos de pausa que le permiten retomar la calma y seguir hablando.
―No es una situación sencilla. Hay muchos intereses en todo esto, como supongo que sabes.
―¿Realmente puedes impedir que me vaya?
El procónsul mira a Arquelao, desconcertado. Ayer bromeaba con él, tomando un poco a broma sus sueños de grandeza, pero ahora este aprendiz de reyezuelo le plantea un reto inesperado.
―No puedes ir a Egipto ―dice con voz firme―. No con mi permiso.
―Entonces iré sin él. Diré que no sabes nada del asunto, que me he ido de Antioquía sin que tú estuvieras informado de mis intenciones.
Gabinio sopesa en un rápido cálculo los pros y los contras de lo que pretende Arquelao, las posibles consecuencias de su acto en el delicado equilibro de Oriente.
―Que ocurra lo que los dioses quieran ―dice por fin―. Vete a Egipto si quieres, pero oficialmente yo no sé nada de todo esto.
―Gracias, Gabinio.
―Que tengas buen viaje.
Gabinio da media vuelta y se dirige, con pasos cansados, a los elegantes baños del palacio. Necesita un buen remojón en agua fresca para entender el nuevo día.

© Tadeus Calinca, 2020.
Todos los derechos reservados.

ALEJANDRO - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.  

ALEJANDRO

Autor: Tadeus Calinca

Costa de Cilicia, año 63 a.e.c.

Cunde entre los marineros una primera alegría de llegar a puerto, desembarcar las mercancías y someterse de nuevo al peso de la tierra, oliéndola.
―¿Es Tarso? ―pregunta la pequeña Mariam, contemplando el mismo horizonte.
La acompaña su hermana menor, Alejandra. Juntas han esquivado las cuerdas y aparejos de la cubierta hasta alcanzar la proa, donde Alejandro, pensativo, las ve llegar. A menudo, durante la travesía, Mariam se le ha acercado con lágrimas en los ojos buscando un abrazo.
―Sí, es Tarso ―dice, invitándolas a mirar más allá del mar plateado.
Alrededor de ellos se escuchan cánticos alegres; los marineros, más animados que nunca, despliegan la vela con gestos acordes o se aprestan a mover los remos como si estos, en vez de madera, fueran de aire. De vez en cuando miran, llenos de curiosidad, a las princesas de Judea.
Alejandro tiene pocos motivos de alegría. Su padre, Aristóbulo, muestra en sus muñecas las heridas que le han causado los grilletes; cuando leguen al puerto, volverán a encadenarlo. Es el único de la familia que recibe tal castigo; Alejandro, el hijo mayor, se libró del mismo. Quizá lo consideren un niño. Quizá lo sea. Son, en suma, una triste familia de cautivos, acostumbrados antaño a la vida en palacio, a los eunucos y su voz aguda y falsa, a los cortinajes de lino y oro, al olor a pétalos, a sándalo e incienso.


Arribados a Tarso, se diluyen entre la masa gris que parece invadir la ciudad. Los soldados forman bajo el sol, pero no tardan en romper filas y correr, alados, a lugares en penumbra donde gastarán su parte del botín. Otros, menos afortunados, hacen guardia.
Mariam, una vez más, se abraza al cuerpo de su hermano. Alejandra camina de la mano de su madre; también Antígono, abrumado por la ciudad ignota y su puerto de piedras grises y húmedas. ¿Dónde están ahora los delfines?, se pregunta añorando a los que fueron, durante el viaje por mar, sus mejores aliados.
Aristóbulo ha sido devuelto a sus cadenas, y con ellas camina, cabizbajo, como la sombra de un rey.

Unos días después, la ciudad de Tarso retorna a su anterior calma. El general Pompeyo ha continuado camino hacia el Ponto, por ruta terrestre. Antes de partir hizo una breve visita a Aristóbulo y su familia. Lo miró como quien mira a uno de tantos reyes depuestos, impaciente por llegar a Aminto y ver, con sus propios ojos, el cuerpo embalsamado de su gran rival, Mitrídates.
Un último vistazo a las hijas e hijos del rey y su belleza triste. Una mirada a Alejandro, un pensamiento fugaz de que quizá el primogénito del rey debiera ser encadenado, pues su cuerpo es ahora más firme y robusto que cuando lo vio por primera vez en Judea. Pero no hay palabras, ni nuevas órdenes.

Pasan los días. A Alejandro le es permitido, en ocasiones, pasear por la ciudad. Lleva de la mano a su hermana pequeña, que despierta el amor inmediato de los transeúntes. Se les acercan los judíos de Tarso, y estos les hacen llegar sus sueños, sus eternos lamentos, sus deseos de revolución.
―Alejandro, serás rey de Judea ―le dice un viejo que se ha puesto en pie a su paso.
Mariam le aprieta la mano a Alejandro, señalando un juguete de madera entre cestas de mimbre, hace visible su sueño de niña sin atreverse a hablar a la sombra de los soldados.

La nave está preparada en el puerto. Los llevará a Roma, donde serán recluidos en espera de Pompeyo.
―Tenedlo todo preparado para mañana ―les dice el tribuno con escuetas palabras.
Alejandro eleva la mirada, respira hondo. Ha escrutado las calles de Tarso, y se ve capaz de guiarse por ellas. Conoce bien a sus guardianes, sabe dónde están sus puntos débiles y cómo zafarse de su vigilancia, a menudo relajada. Se despide de su hermano Antígono, se abraza a su hermana Mariam y a la pequeña Alejandra. Se acerca sin palabras a su madre, que no necesita palabras para comprender, pero evita el último abrazo con su padre, pues no sabe si con su fuga acrecienta el peligro para su familia, pero qué más dan esos temores, se dice a sí mismo, si ya lo han perdido todo y vagan como esclavos por un mar que pertenece a Roma.
Saldrá de Tarso como un fugitivo, recorrerá Cilicia en dirección a Siria y a Judea. Hablará con los que son de su religión. Buscará su alianza, los unirá a su causa como soldados. Esa es su idea abstracta, su deseo primario de libertad.
Ya en campo abierto su cuerpo parece aligerado. Lágrimas de miedo, de adolescencia, acompañan su rápida carrera. En la lejanía, acémilas y rebaños; más cerca, los rostros fugaces de los labriegos.


Judea, 61 a.e.c.

Una nueva ciudad, en la que aún no lo conocen. Puede por tanto pasear anónimo por el mercado y escuchar la voz de la gente.
Ha llegado Mauro, dicen. Trae noticias frescas de Jamnia. Escuchémoslo.
Los transeúntes forman un círculo a su alrededor. Le traen un ánfora de vino, que Mauro acoge como el mejor premio. Lleva un buen rato hablando, ante la atenta mirada de niños y mayores.
Es un poeta, dicen.
―Sí, queridos amigos, esas cosas cuentan desde Roma ―dice Mauro, animado por la frescura del vino―. En el segundo día de su triunfo, Pompeyo mostró el cetro de Mitrídates, y su trono, todo ello de oro macizo, y eran incontables las carretas que transportaban las armas capturadas y las proas de los barcos, y tras ellos venían los cautivos, vestidos con las ropas de sus naciones. Nunca antes se había visto semejante desfile por las calles de Roma. Allí estaban los sátrapas vencidos por Pompeyo, y los hijos de los reyes, caminando como súbditos ante los ojos sorprendidos de los romanos: entre ellos Tigranes, hijo del rey de Armenia, y Zósima, esposa de ese mismo rey, y también los hijos de Mitrídates, cuyos nombres he aprendido de memoria: Artajerjes, Ciro, Oxatres, Darío y Jerjes, y sus hermanas, Orsabaris y Eupatra. No menos lánguido caminaba Artoces, que fuera rey de la Cólquide, y junto a él los tiranos de Cilicia y las reinas de los escitas, y también Menandro de Laodicea, que había dirigido la caballería de Mitrídates y ahora caminaba como un mero soldado desarmado. Tras él los rehenes enviados desde Iberia y Albania.
Mauro hace una breve pausa, que hace patente el silencio que lo rodea.
―Por último Aristóbulo, que fue en su día rey de los judíos y era mostrado ahora como un preso encadenado. Detrás de ellos venía el carro triunfal, cubierto de gemas y oro. Dicen que Pompeyo llevaba puesto un manto que perteneció a Alejandro Magno y que encontraron en la isla de Cos entre las posesiones de Mitrídates. ¿Quién no iba a creerlo al ver al general resplandeciente entre laureles?
Tras una nueva pausa, Mauro retoma la narración.
―No quiso Pompeyo manchar de sangre su día de gloria. Ni siquiera Tigranes fue ejecutado. Tampoco Aristóbulo. Ahora ambos permanecen en algún oscuro rincón de Roma, alejados de su patria. Así fue el triunfo de Pompeyo, el tercero en su cuenta. Con este se completa su círculo de victorias, la primera en Libia, la segunda en Europa, la tercera sobre Asia, uniendo así el mundo entero bajo el peso de sus legiones.

© Tadeus Calinca, 2020.
Todos los derechos reservados.

EL TEMPLO - Relato histórico


Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

EL TEMPLO

Autor: Tadeus Calinca

Jerusalén, junio de 63 a.e.c.

Desde su posición en el monte Escopo, Pompeyo y sus hombres aprecian la magnífica silueta de Jerusalén, que muchos de ellos contemplan por primera vez, y les sorprende ver que desde la base de la montaña se acerca hacia ellos un grupo de hombres a caballo. Poco después, escoltados por una turma de caballería, los recién llegados alcanzan la pequeña planicie en la que el general romano ha situado las insignias legionarias.
El primero en bajar de la montura es un hombre joven cuyas ricas vestiduras denotan su alto rango. Destaca del resto, también, por los pasos decididos con los que avanza.
―Vienes en persona ―le dice Pompeyo fingiendo sorpresa―. Pensaba que enviarías a alguno de tus subordinados.
―¿Qué te trae a Jerusalén? ―le contesta, secamente, Aristóbulo.
―Me han hablado tanto de la ciudad de los judíos, y de su famoso templo, que no podía desaprovechar la oportunidad de acercarme a admirarla.  
―Tengo una duda: ¿estás aquí para alabar mi ciudad o para destruirla?
―¿Destruirla? No es esa mi intención. ¿Me crees capaz de semejante crueldad?
―No parece una visita de cortesía; has venido acompañado de tus legiones.
―Ya sabes, no me gusta viajar solo.
Pese a la gravedad de la situación, alguna disimulada sonrisa se esboza entre los legados de Pompeyo, que asisten en silencio al encuentro. La figura de Aristóbulo, que se esfuerza por mantener el cuerpo erguido y la cabeza bien alta, parece disminuida frente a estos hombres que lo miran desde una pequeña elevación del terreno.
―Días atrás, en Damasco, tuvimos ocasión de hablar largo y tendido ―continúa Pompeyo, que permanece sentado en su silla curul― ¿Por qué te fuiste de manera tan repentina? ¿No te gustó el trato que te dispensamos?
―Me vine a Jerusalén porque soy el rey legítimo de Judea.
―Tu hermano Hircano también reclama el título de rey.
―¡Me importa poco lo que diga mi hermano! Lo hace inducido por su aliado Antípater, el idumeo, que es el que en verdad ambiciona el poder. Recuerda, Pompeyo, lo dije en Damasco, lo repito ahora: soy el hijo mayor de Alejandro Janeo y Salomé Alejandra, por tanto legítimo heredero del trono.
―Y yo soy el legítimo representante del pueblo romano. No lo olvides.
Aristóbulo sabe que las palabras de Pompeyo no son en vano. Ante sus ojos se expande como una mancha negra el inmenso ejército que el general romano ha traído a Jerusalén. Y podría ser peor, tras conocerse hace unos días la muerte de Mitrídates, rey del Ponto, el gran enemigo de Roma en Oriente. Ahora nada impide a Pompeyo concentrar todos sus efectivos en Siria y en Judea, si así lo necesita.
―Dices que eres el rey de Judea.
―Lo soy.
―¿Qué me ofreces a cambio?
A Aristóbulo le cuesta digerir la pregunta, por previsible que sea.
―Oro y plata. Eso es lo que te ofrezco.
―¿Cuánto?
―Cuatrocientos talentos.
La cifra, tan elevada, sorprende al propio Pompeyo.
―¿Lo ves, Aristóbulo? Creo que podemos entendernos.
―Yo mismo iré a recoger esos talentos, y los traeré a tu campamento para que puedas contarlos.
―No es necesario que te molestes. Enviaré a Aulo Gabinio, uno de mis legados. Él se encargará de recoger el tributo. Mientras tanto, tú te quedarás aquí, entre nosotros.
―Me retienes como prisionero. ¿Ese es el trato que merezco?
―Considérate mi invitado. Tendrás una estancia confortable, no te preocupes.
―Debo ir en persona a Jerusalén. A nadie más confiarán el tesoro.
―Bastará con un documento escrito y sellado por ti. Los hombres de tu escolta irán con Gabinio y llevarán hasta allí tu mensaje. Mientras tanto, podremos disfrutar de tu compañía en el campamento.
Las palabras de Pompeyo caen como una losa sobre Aristóbulo, que parece empequeñecerse aún más. A sus espaldas tiene la ciudad de Jerusalén; frente a él, el poder desmedido de Roma.
―Mi esposa y mis hijos están en el palacio real ―dice con una voz bañada de impotencia―. No quiero que les ocurra nada.
―Nos ocuparemos de su seguridad. No temas.

A última hora de la tarde regresa Gabinio. Llama la atención que sus hombres avancen a paso ligero y que las carretas que debían transportar el oro vuelvan vacías de Jerusalén.
―Se han negado a ofrecer el tributo ―dice, recalcando lo que era obvio―. Ni siquiera se nos ha permitido entrar en la ciudad.
―¿Les habéis entregado el documento?
―Los escoltas de Aristóbulo lo han llevado en mano, pero no ha servido para nada.
―¿Dónde están ahora?
―Se han quedado en la ciudad.
―Pagarán por ello. ¿Alguna otra cosa, Gabinio?
―Se oían gritos procedentes del otro lado de las murallas. Se diría que ha empezado la lucha por controlar la ciudad.
Pompeyo mira a su alrededor, buscando el rostro de sus legados. No hacen falta palabras. Mañana sonarán las fanfarrias y se oirán los pasos de los legionarios.


Septiembre de 63 a.e.c.

Cuando llegaron a Jerusalén, las tropas romanas se encontraron las puertas abiertas. Los partidarios de Hircano eran dueños de la ciudad; los de Aristóbulo, inferiores en número, se habían refugiado en el templo, aprovechando la seguridad de sus murallas y sus defensas naturales, en forma de barrancos y precipicios. Una vez allí, destruyeron el único puente que lo unía al resto de la ciudad.
Ahora, tres meses después de que empezara el asedio, el trabajo incesante de los arietes empieza a dar sus frutos: en algunos tramos de la muralla se ven grietas que corren hacia lo alto, y algunos de los sillares amenazan con desprenderse. Los soldados se turnan en las torres de asedio, que tanto esfuerzo costó trasladar hasta la base de las murallas. Para ello fue necesario recubrir con todo tipo de materiales el barranco que las antecedía, y convertirlo así en un llano por el que pudieran deslizarse las enormes construcciones de madera.
Ante la inminencia de la batalla, la legión de Fausto Cornelio Sila ha sido desplegada frente al muro. Formados en perfectas centurias tras los estandartes, los legionarios esperan pacientes el desmoronamiento del muro y la orden de entrar en acción. Tras ellos, la variada amalgama que forman las tropas de Hircano y de Antípater, asombrados ante la férrea disciplina que muestran los romanos bajo el sol de Judea.

Se oye un estruendo. Uno de los lienzos de la muralla se ha desplomado con estrépito, desplazando en su caída una de las torres de asedio, que resiste el embate.
―¡Adelante! ¡Corred!
A las órdenes de los centuriones, los soldados se encaraman a las piedras desprendidas y escalan con ligereza la pendiente, sin que parezca importarles el peso de los escudos y de las armas. Lo que encuentran al otro lado es un amplio espacio por el que corren, confusos, los defensores del templo. Más que una batalla, la jornada de hoy va a ser una persecución del enemigo, y una matanza.

Pasadas unas horas, el general en jefe de los romanos se apresta a cruzar la muralla. Los soldados han retirado gran parte de los escombros, de modo que el trayecto es ahora más cómodo para quien lo transite. Acompañan a Pompeyo sus principales legados y consejeros, que forman un compacto grupo tras él. Cierra la comitiva Hircano, el aspirante a rey, que durante los largos días de asedio no ha hecho sino buscar la cercanía de Pompeyo para instruirlo en las costumbres de los judíos y hablarle encarecidamente del templo: "al cruzar el muro nos encontraremos con el Patio de los Gentiles, al que tienen acceso incluso los que no son judíos; luego, separado del resto por un muro, tenemos el Patio de los Israelitas, espacio reservado a los judíos; a continuación, el Patio de los Sacerdotes, donde ni siquiera los levitas tienen permitido el acceso; por último, el templo propiamente dicho, el santuario de la religión judía, al que solo entran unos pocos sacerdotes en momentos puntuales, para cuidar del candelabro, la mesa para el pan y el incensario. Pero hay un lugar aún más sagrado en el templo, separado del resto por una cortina. El sumo sacerdote es el único que puede cruzar ese confín, y eso ocurre tan solo un día al año, el que llamamos de la Expiación. Es el lugar más sagrado e inviolable para los judíos".
Caminando al lado de Hircano está Antípater, el idumeo, que vino a Jerusalén acompañado de . Entre ellos Herodes, que a su tierna edad empieza a habituarse a la guerra.
Al cruzar la muralla derruida, Pompeyo y sus acompañantes contemplan un espectáculo de sangre y de muerte. Los cadáveres de los defensores se amontonan a lo largo y ancho de la explanada, no solo en el Patio de los Gentiles, sino también en el de los Israelitas.
Fausto Cornelio Sila, que parece un soldado más con su espada recién enfundada, sale al encuentro de Pompeyo.
―Ave, general.
―Ave, Cornelio ―le dice en tono afectuoso, al tiempo que lo abraza―. Has hecho un trabajo perfecto, serás condecorado como mereces.
Pompeyo y sus acompañantes continúan avanzando. En el Patio de los Sacerdotes encuentran hogueras que aún humean con los sacrificios; no cabe duda de que los sacerdotes llevaron a cabo sus ritos hasta el último momento, y que perecieron al pie de los altares sin ofrecer resistencia.
Caminando a paso lento, alcanzan por fin la parte central del recinto. Ante ellos se muestra ahora en todo su esplendor el edificio del templo, con los doce escalones que le dan acceso. Un grupo de soldados romanos, al mando de un centurión, hacen guardia en el lugar.
―Centurión, ¿ha entrado alguien en el templo? ―pregunta Pompeyo desde la base de la escalinata.
―No, general. No ha entrado nadie.
―¿Lo ves, Hircano?
El hasmoneo respira aliviado. "Al menos se ha salvado el santuario", se dice a sí mismo.
―Vamos.
―Vamos, ¿dónde?
―Al templo.
Pompeyo, seguido de sus legados, asciende los doce peldaños. Hircano querría protestar airadamente, pero no le quedan fuerzas. Permanece inmóvil junto a los demás judíos, observando alarmado cómo Pompeyo y sus hombres cruzan el umbral.

El templo es un lugar oscuro. La única luz natural que lo ilumina procede de la entrada, que siempre está abierta, pero esa luz se desvanece a medida que uno penetra en el interior . El candelabro de oro, con sus pequeñas llamas siempre encendidas, es lo único que permite guiarse en la parte central del santuario. Pompeyo observa la mesa para el pan y el incensario, sin tocarlos. Se acerca al candelabro, con cuidado de que el aire que producen sus movimientos no extinga la llama. Al fondo de la nave, apenas visible en la tenue luz, se intuye la gran cortina que divide el templo; tras ella, el lugar más sagrado e invisible para los judíos. Sin pensárselo dos veces, el general romano se dirige hacia la cortina y, tras agarrarla por uno de sus extremos y tirar de ella con fuerza, penetra en el lugar, que no es otra cosa que un espacio vacío. Un espacio dominado por el silencio y la oscuridad.

Tras la corta espera, que a Hircano se le ha hecho interminable, Pompeyo reaparece a las puertas del templo.
―No te preocupes, Hircano, todo está en su sitio. Ni siquiera he tocado el candelabro de oro.
Pompeyo, sonriente, desciende la escalera. Lo flanquean sus subordinados, no menos orgullosos y sonrientes.
―Todo ha vuelto al orden, podéis proceder a purificar el templo y sus altares. La tarea te corresponde a ti, Hircano, que eres a partir de hoy el sumo sacerdote de los judíos. Y también el gobernante de esta tierra, en nombre de Roma.
El rostro de Hircano no refleja ningún atisbo de satisfacción a pesar de los honores que se le han concedido. A su lado, Antípater apenas disimula su sonrisa.
―Y no te olvides de lo más importante ―añade Pompeyo antes de alejarse del lugar acompañado de sus lugartenientes―: pagar el tributo a Roma.

© Tadeus Calinca, 2020.
Todos los derechos reservados.

- Nota bibliográfica: Julio Josefo. La guerra de los judíos, I, 120-158.