GABINIO - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

GABINIO

Autor: Tadeus Calinca

Alexandreum (Judea), finales de 57 a.e.c.

En la ladera de la montaña, escarpada, árida, pedregosa, se ven aún, desperdigados entre piedras y exiguos matorrales, algunos cuerpos sin vida. Los compañeros de armas, escuálidos y harapientos, intentan a duras penas darles sepultura en esta tierra de nadie; deben hacerlo, además, bajo la estrecha vigilancia de los vencedores.
―¿Volverá a intentarlo? ―pregunta Marco Antonio, que por primera vez desde que empezó el día ha descendido de su cabalgadura.
―No lo dudes ―le responde Gabinio―. Alejandro aprovechará cualquier ocasión para rebelarse contra Hircano.
―Y contra Roma.
Ambos hombres ascienden por la estrecha senda que lleva a la fortaleza, solitaria en la cumbre. Horas atrás Alejandro, hijo de Aristóbulo, aceptó las cláusulas de su rendición y se marchó del lugar bajo custodia. "Prometo no alzarme de nuevo contra Roma", dijo con escasa convicción. Frente a él estaba Aulo Gabinio, gobernador romano de Siria, antiguo cónsul, que se había tomado la molestia de dejar por unas semanas la vida placentera de Antioquía para adentrarse con sus legiones en las inhóspitas tierras de Judea; su misión no era otra que sofocar la enésima sublevación de lo que él considera reyezuelos.
―¿Por qué lo hacen?
―¿Crees que lo sé?
El joven Marco Antonio pregunta lleno de curiosidad. Acaba de vivir su primera campaña militar como oficial de alto rango y se le escapan aún los engranajes íntimos de las guerras. Siente que le harán falta futuras campañas para aprender.
Unos pasos más adelante, un tribuno del ejército se ha detenido al borde del camino. Cuando llegan a su altura, ven que está dando de beber a uno de los judíos moribundos.
―No sirve de mucho, Septimio. ¿Crees que un poco de agua lo va a salvar?
Septimio mira al procónsul mientras sostiene con la mano izquierda el brazo del soldado herido.
―Vendrán ahora sus compañeros a llevárselo. Aún tiene alguna esperanza de sobrevivir.
―¿Lo crees? Les espera una larga caminata bajo el sol, desarmados, hambrientos. ¿Crees que un herido llegará lejos?
―No lo sé ―contesta Septimio, de cuyo odre resbalan apenas las últimas gotas.
Gabinio y Marco Antonio prosiguen su lenta marcha hacia la cima. A su paso, reciben el caluroso saludo de los legionarios y la mirada temerosa de los vencidos.
Septimio echa un último vistazo al soldado al que intentaba socorrer, y se une a la comitiva de los vencedores, como le corresponde a un tribuno. Por delante de él pasa ahora Antípater, el idumeo, seguido de Malico y Peitolao; todos ellos han dirigido tropas judías contra Alejandro, también judío. Las noticias tardarán poco en llegar a Jerusalén, donde Hircano, tío de Alejandro y hermano del anterior rey, desterrado en Roma, espera el desenlace de este cruento episodio. De él depende que pueda seguir siendo sumo sacerdote y rey de Judea.


Antioquía, febrero de 56 a.e.c.

La ciudad está en calma, o al menos eso le parece a Marco Antonio, que ha dejado la ciudadela y se acerca, sin prisas, a los primeros barrios habitados. El magnífico teatro, que fue construido aprovechando la ladera del monte, le recuerda dónde está: en la antigua capital de los seléucidas, que cayó en poder de los romanos, tras la conquista de Pompeyo. El trazado de la ciudad, según dicen los propios antioquenos, está basado en el de Alejandría; no en vano Seleuco, antiguo general de Alejandro Magno, buscó en todo momento emularlo.
Siguiendo el trazado rectilíneo de las calles, Marco Antonio se aproxima al puente sobre el río Orontes; al otro lado, en la pequeña isla cubierta de mármol y oro, aparece ante su vista la inconfundible mole del palacio real, ahora residencia del gobernador.
Los soldados de guardia lo saludan al pasar. Cada saludo es para él una dosis de energía, un estímulo.

Ya en el palacio, Gabinio le sale al encuentro con un vaso de vino en la mano.
―Bienvenido. Eres el último en llegar.
A la gran sala le faltan estatuas donde ahora hay pedestales vacíos, le faltan paneles de oro y algunas pinturas que adornaban las paredes, ahora desnudas. A pesar de ello, conserva en algunos trazos, y en sus propias dimensiones, la antigua magnificencia de los seléucidas.
―Ave, Marco Antonio ―le dice Septimio, que charla animadamente con un grupo de invitados formado por oficiales del ejército que, como él, disfrutan del período de paz que les concede el invierno y se divierten a su manera, entregados al vino y a los contorneos de las bailarinas.
―Ave, Septimio ―le contesta Marco Antonio, que ya tiene en su mano el vaso de vino que le ha servido un esclavo.
Gabinio se acerca a ellos acompañado de alguien a quien no conocen, un hombre de baja estatura y cabellos negros; por sus vestiduras, no parece romano, ni sirio.
―Os presento a Arquelao, recién llegado a Antioquía.
―Es un honor para mí ―dice el desconocido, saludándolos con una leve inclinación de la cabeza.
―Arquelao es de Capadocia, un lugar muy lejano, más allá del monte Amano y del Antitauro. Se ha dejado el rebaño de cabras en alguna de aquellas montañas y ha venido a propósito a visitarnos…
―¿Qué rebaño de cabras? ―protesta Arquelao entre las risas de sus contertulios―. Debéis saber que soy el sumo sacerdote de Comana, y que tengo más de seis mil personas al servicio del templo y de mi persona.
―No te enfades, querido Arquelao, tan solo bromeábamos ―le interrumpe Gabinio, visiblemente afectado por el vino―. ¿Qué te ha traído a Antioquía? Cuéntaselo a nuestros amigos. Perdón, no te los he presentado: Marco Antonio, jefe de la caballería; a su lado Lucio Septimio, tribuno.
―Soy amigo de los romanos, por eso estoy aquí. Mi padre hizo un pacto con Cornelio Sila, y se unió en su lucha contra Mitrídates del Ponto.
―Se te olvida decir que antes de ese pacto fue enemigo acérrimo de Roma―apostilla Marco Antonio, que muestra curiosidad por las palabras de Arquelao; quizá sea porque, a diferencia de los otros, aún está sobrio.
―Tienes razón. Tanto es así que fue el principal general de Mitrídates y se casó con una de sus hijas, que fue mi madre. Pero todo eso cambió cuando conoció de verdad la grandeza de Roma.
―No has contestado a la pregunta ―insiste Gabinio―. ¿Por qué has hecho un viaje tan largo hasta Siria?
―Quiero ayudaros en vuestra próxima campaña.
La frase parece sacar a Gabinio, momentáneamente, de su ebriedad.
―¿Qué campaña?
―La de Partia. Todo el mundo sabe que el hijo de Fraates se ha refugiado en Siria, de donde espera volver en dirección a oriente para enfrentarse a su hermano, y para ello cuenta con la ayuda de los romanos.
―Esa campaña tendrá que esperar, me temo.
―Tengo tiempo ―dice Arquelao, que por primera vez esgrime una sonrisa―. Es mi intención contribuir al buen fin de esa guerra. Tengo ejército, riquezas. Soy amigo de Roma, como os decía.
―A tu salud ―dice Gabinio levantando su vaso, en un gesto que es secundado por los demás.
Marco Antonio mira a su alrededor, aún demasiado sereno para entender la lógica de lo que está ocurriendo. Frente a él, Septimio levanta el vaso y bebe de un trago su contenido, mientras una de las bailarinas, agarrada a sus brazos, insiste en probar un poco de ese vino. A Marco Antonio le viene a la mente otra imagen de Septimio, meses atrás, cuando daba de beber a un soldado herido, pero no es más que un breve destello momentáneo, nada que deba preocuparlo en exceso.
―Lléname el vaso ―dice a uno de los sirvientes, resuelto a combatir cuanto antes su sobriedad.
―¿Habéis escuchado las últimas noticias? ―dice Gabinio en voz alta.
―¿Las de Egipto?
―Sí.
―¿Qué ha ocurrido en Egipto? ―pregunta Arquelao.
―Dicen que la reina Berenice busca marido. Se ve que el que tenía no le acababa de gustar, y por eso ordenó que le cortaran la cabeza. Y mientras tanto su padre, el depuesto rey Ptolomeo, en Roma mendigando un poco de ayuda para recuperar el trono.
―Estos alejandrinos, no hay quien los entienda.
―¿Alguien se anima a ir a Egipto a probar suerte? Berenice tiene fama de hermosa.
―¡Que lo intente otro! ―exclama Septimio, cada vez más inmiscuido en el abrazo de la bailarina.
Arquelao bebe de su vaso, pensativo. Ignoraba las noticias procedentes de Alejandría, y no había pensado nunca que lo que ocurriera en Egipto, una tierra tan lejana e incomprensible, pudiera interesarle.
―Arquelao, ¿un poco de vino?
―Sí, claro ―contesta, distraído.

Al día siguiente, Aulo Gabinio recibe la visita inesperada de Arquelao.
―Necesito hablar contigo ―le dice el capadocio, sin mayores preámbulos ni consideraciones hacia la actual resaca del gobernador.
―Habla, Arquelao.
―He decidido que me voy a Alejandría.
―¿A Alejandría?
―Sí. Quiero presentarme allí y ofrecerme a la reina como su esposo.
―¿Casarte con Berenice, hija de Ptolomeo? ¿Cuándo se te ha ocurrido esa locura?
―Anoche mismo tomé la decisión. Y no hay tiempo que perder.
―No puedo permitírtelo.
―¿Por qué no?
―Estás aquí como amigo de Roma. No podemos inmiscuirnos en los asuntos de Egipto sin consultarlo antes con Pompeyo, que es uno de los cónsules. Y es Pompeyo, el mismísimo Pompeyo Magno, ¿lo entiendes?
Gabinio se toma unos momentos de pausa que le permiten retomar la calma y seguir hablando.
―No es una situación sencilla. Hay muchos intereses en todo esto, como supongo que sabes.
―¿Realmente puedes impedir que me vaya?
El procónsul mira a Arquelao, desconcertado. Ayer bromeaba con él, tomando un poco a broma sus sueños de grandeza, pero ahora este aprendiz de reyezuelo le plantea un reto inesperado.
―No puedes ir a Egipto ―dice con voz firme―. No con mi permiso.
―Entonces iré sin él. Diré que no sabes nada del asunto, que me he ido de Antioquía sin que tú estuvieras informado de mis intenciones.
Gabinio sopesa en un rápido cálculo los pros y los contras de lo que pretende Arquelao, las posibles consecuencias de su acto en el delicado equilibro de Oriente.
―Que ocurra lo que los dioses quieran ―dice por fin―. Vete a Egipto si quieres, pero oficialmente yo no sé nada de todo esto.
―Gracias, Gabinio.
―Que tengas buen viaje.
Gabinio da media vuelta y se dirige, con pasos cansados, a los elegantes baños del palacio. Necesita un buen remojón en agua fresca para entender el nuevo día.

© Tadeus Calinca, 2020.
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