HERMANAS - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

HERMANAS

Autor: Tadeus Calinca

Alejandría, octubre de 48 a.e.c.

Tras subir la empinada escalera, en forma de espiral, Cordo alcanza una galería superior, porticada. Lo acompaña el centurión Aufidio, persona afable a pesar de sus tareas de vigilancia, y dos legionarios que cierran el pequeño grupo que ahora avanza por el largo corredor. A su izquierda se abre un extenso patio en el que no faltan pequeños jardines de forma rectangular y estanques decorados con estatuas. Frente a ellos, adosado a uno de los lados del pórtico, emerge un enorme edificio con aspecto de fortaleza.
Sin detener sus pasos, Cordo pierde la mirada en las formas del patio; nunca antes ha estado tan cerca de la realeza, del poder. En la parte central distingue la figura de una mujer que lee un rollo de papiro. Sus ropas, blanquísimas y elegantes, denotan su elevado origen.
―Aufidio.
―¿Qué quieres?
―¿Quién es aquella mujer joven que está en el atrio, sentada junto a la fuente? ¿La ves?
En un movimiento rápido, Aufidio gira la cabeza hacia la izquierda para echar un rápido vistazo.
―Si no me falla la vista es Cleopatra, la hija de Ptolomeo Auletes.
―¿Cleopatra? ―exclama Cordo, sorprendido―. ¿La famosa Cleopatra, de la que todo el mundo habla?
―La misma.
Cordo lamenta estar tan lejos de ella y no poder apreciar todos los detalles de la imagen: verle el rostro, saber qué obra está leyendo, mirarla a los ojos.
Al final del corredor les sale al encuentro un grupo de soldados de guardia.
―Tenéis que esperar aquí ―dice el oficial, que los mira con gesto preocupado.
―¿Pasa algo? ―pregunta Aufidio.
―Tenéis que esperar, eso es todo.
La obligada pausa permite a Cordo seguir contemplando a Cleopatra desde la distancia.
―Está en boca de todos ―dice a Aufidio, intentando no ser escuchado por los soldados―. Dicen que ha venido a Alejandría a arrebatarle la diadema real a su hermano.
―Eso dicen.
―Y que ha seducido a César, y que gracias a él pretende alcanzar sus objetivos.
―Una mujer capaz de todo, sin duda. Hace un año fue expulsada de Alejandría por su hermano, Ptolomeo, o más bien por los asesores del joven rey. Parece que ha vuelto con ganas de venganza.
―¿Crees que todo lo que se dice de ella es verdad?
―Lo creo, como todo el mundo. Antes o después le pedirá a César la cabeza de su hermano.
Cordo recorre con la mirada los rincones del peristilo, y la detiene una vez más en el cuerpo sosegado, tranquilo, de la joven Cleopatra, que sigue absorta en su lectura.
―La veo allá abajo, sentada junto al estanque, y me cuesta ver en ella toda esa maldad que le atribuyen.
―Las apariencias engañan, Cordo.
―Una mujer que lee a la luz del sol. ¿Dónde está el peligro?

Se escuchan pasos apresurados procedentes del lado derecho, donde se abre una amplia galería. Poco después, pasa por delante de ellos una nutrida comitiva, comandada por un niño.
―Es el rey Ptolomeo, ¿verdad? ―pregunta Cordo, en un susurro―. Parece un niño.
―Lo es; tiene doce años.
Ptolomeo y sus hombres de confianza se dirigen a paso ligero hacia el palacio. Algunos de sus nombres son bien conocidos en la ciudad: Potino, Teodoto de Quíos. Son ellos los que, en nombre del rey niño, rigen los destinos de Egipto.
―Ahora comprendo el motivo de la espera ―dice Aufidio a uno de los soldados que hacen guardia en la intersección de los pasillos.
―César os recibirá cuando acabe de conversar con los alejandrinos. Ahora debéis esperar.
Cordo dirige la mirada, una vez más, hacia el patio, donde una pareja de legionarios hace acto de presencia. Cleopatra cierra el rollo de papiro, se pone de pie alisándose el vestido y los sigue, sin aparentes prisas, en dirección del palacio contiguo.
―¿La ves? ―dice Aufidio―, va directa a la zona privada de César. Ha pasado allí la noche.
―Es muy joven.
―Unos veinte años.
Los soldados alcanzan las columnas del pórtico, seguidos de Cleopatra, que va tranquila, vestida de un blanco inmaculado, el rollo de papiro en su mano diestra.

La espera se dilata.
―¿De qué estarán hablando? ―pregunta Cordo, entre bostezos.
―César pretende que los hermanos, Cleopatra y Ptolomeo, hagan las paces. Pero no parece fácil. Los de Ptolomeo no se fían de ella.
―¿Crees que habrá guerra?
―¿Más guerra todavía? Esperemos que no.
Cordo pierde la mirada distraídamente en el patio, donde apenas circulan algunos sirvientes encargados de cuidar las plantas. Un pequeño grupo de personas le llama ahora la atención. Vienen de la parte opuesta al palacio y se dirigen hacia el centro del jardín. Destaca entre ellos la figura de una mujer joven, que va acompañada de un niño. A cierta distancia, les sigue un hombre que lleva la cabeza rasurada; con toda seguridad, se trata de un eunuco.
―Aufidio, ¿sabes quiénes son?
―No hay duda, es Arsínoe.
―¿La hermana de Cleopatra?
―Así es. El niño que va con ella debe ser Ptolomeo, su hermano menor.
―¿Otro Ptolomeo?
―Aquí les gusta mucho ese nombre.
―Y la madre de todos ellos, ¿dónde está?
―Se murió hace unos años, si no me equivoco. Antes que su esposo, Ptolomeo Auletes.
―¿Cómo se llamaba?
―No lo sé.
―¿No? Yo pensaba que lo sabías todo, Aufidio.
―Ya ves que no.
Cordo vuelve la mirada hacia el atrio, donde el pequeño Ptolomeo parece querer jugar con su hermana: corre a su alrededor, le tira del vestido, la coge de la mano. Tras un breve paseo, Arsínoe se sienta en uno de los bancos; desde allí observa a su hermano menor, que juega en la arena, quizá buscando pequeños animales.
La sosegada contemplación se ve interrumpida por uno de los soldados, que acaba de llegar del palacio.
―¿Cordo? ―anuncia, en voz alta.
―Soy yo.
―Tu audiencia con César ha sido aplazada hasta mañana por la mañana.
―De acuerdo ―dice Aufidio―. Es hora de volver.
Y eso hacen, desandando el anterior camino que atravesaba atrios y escaleras, galerías porticadas y explanadas cubiertas de mosaicos.

Al día siguiente, Cordo es recibido en audiencia.
Todo a su alrededor parece tenso, ajetreado. No es de extrañar, habida cuenta de los peligros evidentes que acechan a César. Se han escuchado en la ciudad gritos que preconizan la guerra. Crece, según parece, la animadversión hacia Cleopatra y los romanos.
―¿Licinio Cordo?
―Soy yo.
Mientras habla, Julio César repasa un documento en el que le han redactado los pormenores del caso.
―Estuviste en la tercera, ¿no es así?
―Así es. Me incorporé a ella el año pasado.
―¿Y antes de eso?
―Estuve en Siria, en el ejército de Craso.
―¿También en Carras?
―Sí, por desgracia.
―Licinio Craso… ¿Algún parentesco con él?
―Parientes lejanos.
―Suficiente como para que te llevara de tribuno.
―Así es.
Por primera vez desde que empezó el rápido intercambio de preguntas y respuestas, el general romano levanta la vista de los papiros y mira a Cordo a los ojos.
―Dices que estabas con Pompeyo cuando lo asesinaron, y que enterraste su cuerpo en la arena.
―Sus cenizas, más bien.
―¿Sabrías volver al lugar en el que lo enterraste?
―Sin duda. Es una playa cerca del Monte Casio, en el territorio de Pelusio.
―Bien. Me interesa recoger esas cenizas; quiero entregárselas a Cornelia, la viuda de Pompeyo, como señal de respeto.
―Comprendo.
―Cuando sea posible, irás a ese lugar acompañado de soldados. Pero habrá que esperar un tiempo.
―Como ordenes.
―De momento permanecerás confinado, hasta nueva orden.

―¿Cómo ha ido? ―Le pregunta Aufidio, mientras caminan por la galería.
―Una reunión muy breve.
―No me extraña; César tiene entre manos asuntos más importantes que hablar contigo.
―¿Qué duda cabe?
Entre columna y columna, Cordo aprovecha para echar un vistazo al exterior. Igual que el día anterior, ve a Cleopatra sentada al sol, al lado del estanque. Pero no está sola. Frente a ella, de pie, está su hermana Arsínoe, y se diría que discuten, a tenor de las voces que, de manera remota, alcanzan la elevada galería. Arsínoe alza los brazos; Cleopatra se pone en pie, dejando sobre el banco de piedra sus papiros. A Cordo le gustaría seguir viendo la escena, sobre todo ahora que las dos hermanas están cara a cara, a poca distancia la una de la otra, pero ya ha llegado al final de la galería y se introduce en la escalera. Dentro de poco estará de vuelta en su cubículo, tan estrecho, tan carente de luz.


© Tadeus Calinca, 2020.
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Última actualización: 5-4-2020