MENFIS - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

MENFIS

Autor: Tadeus Calinca

Menfis (Egipto), principios de verano de 56 a.e.c.

"De Arquelao, rey de Egipto y sacerdote de Comana, a su hijo Arquelao.
En el día de ayer llegamos a la ciudad de Menfis, después de varias jornadas de placentera navegación por el Nilo. El thalamegos real es una nave como nunca hubieras imaginado: su longitud es de medio estadio, y alberga estancias reales y altares dedicados a Dionisio y Afrodita. Acompañado de la reina Berenice, cuya belleza y cuya luz eclipsan a sus súbditos, paseé durante horas por la cubierta de la nave, admirando los innumerables templos que adornan las orillas del río; a lo lejos, en terreno más seco, las figuras de las pirámides. En esta tierra de Egipto los templos y las tumbas parecen construidos a una escala diferente, como si los dioses hubieran decidido bajar a la tierra a construirlos. Tal es su grandeza.
Cuando llegamos a Menfis, la reina y yo recibimos las reverencias de los sacerdotes y de la plebe, que nos trataban como verdaderos dioses. Berenice, en efecto, lo parecía, vestida con ropas en las que resplandecía el oro. El sumo sacerdote, de nombre Pserenptah, nos dedicó unas palabras en griego; pues debes saber que en este país, además de esa lengua que no entiendo y que escriben con extraños símbolos que llaman jeroglíficos, son muchos los que hablan la lengua griega.
A continuación, fuimos conducidos en solemne procesión a lo largo de una avenida de esfinges; a la izquierda quedaba la pirámide de Zoser, que tiene forma escalonada, y otras de menor tamaño que poblaban la árida llanura. Al final de la avenida se halla el templo de Nectanebo, y a su lado el palacio real, donde residimos. Se mezclan en el lugar los templetes griegos con las capillas dedicadas a Apis; hay, junto al templo, un círculo de estatuas que representan a los filósofos, y un pasaje monumental en cuyos relieves pueden verse las andanzas de Dioniso en la India. Pero lo más sorprendente es la cripta del Serapeo, donde yacen, dentro de sus sarcófagos, los cuerpos embalsamados de los toros sagrados.
Todas esas cosas vimos, protegiéndonos con sombrillas del severo sol. La reina Berenice y yo caminábamos juntos, como los nuevos regentes que guían el inmortal reino de Egipto, aportando nueva luz a esta tierra llena de luz.
Mañana será la ceremonia de la coronación, en el Gran Templo de Ptah. Te enviaré una nueva carta describiendo tan solemne ocasión.
Mis mejores deseos para ti y el resto de la familia. No olvides rendir los respetos a la memoria de tu madre, de cuyo fallecimiento se cumplirán pronto tres años. En mi ausencia, sé firme en el gobierno de la ciudad y su territorio. Sé que, a pesar de tu juventud, son muchas las virtudes que te avalan como alguien que ha nacido en una noble familia.
Espero tu pronta visita a Alejandría. Serás recibido con todos los honores, como corresponde al hijo de un rey".
Arquelao levanta la vista del papiro y mira al exterior, donde la luz del ocaso tiñe las estatuas y los relieves de un tenue color rojizo. Distingue la figura de esfinges y sirenas, también la de una pantera y unos pavos reales esculpidos en la piedra; a su lado, la figura de Homero, y de Alejandro Magno; a  lo lejos, la silueta de las pirámides en el inmenso secarral, las mastabas, más humildes, los templos funerarios, precedidos de rectilíneos pasajes y columnas en forma de palmera.
La carta, sobre la que ahora pone la marca de su sello, es un homenaje fiel a las apariencias de las cosas y su engañoso esplendor. Podía haber sido más sincero; narrar cómo fue su llegada a Alejandría, hace unos meses, y cómo desde entonces no ha recibido otra cosa que el desprecio de la reina, que parece no necesitarlo más que como un adorno obligado, pues nadie aceptaría en Egipto a una reina que no estuviera casada con alguien que constara como rey en proclamas, estelas y ceremonias. La reina Berenice tiene su círculo de servidoras con las que ha construido su propio mundo. Con ellas pasó las largas tardes de la travesía por el Nilo; Arquelao las veía a través de las cortinas traslúcidas; en la confusión de cuerpos embriagados por el vino y la cerveza le costaba distinguir el de su esposa, la reina. El esplendor de su llegada a Menfis fue efímero; ahora ocupan alas diferentes en el palacio, y cualquier decisión que tenga que ver con las ceremonias venideras o con los designios del propio reino será tomada sin que nadie le pregunte su opinión. Tal es el estatus de Arquelao en Egipto: rodeado de lujos, de eunucos y cortesanas a su servicio, y de todas las atenciones que pudiera necesitar. Pero desarmado, y solo. Sobre todo solo.

La pequeña Arsínoe se remueve, presa del nerviosismo.
―Este vestido no me entra. ¡Y es horrible!
―Te quedará muy bien, ya verás ―le dice su madre, intentando tranquilizarla.
Las esclavas ayudan a la niña a enfundarse en el largo vestido, que se sujeta en la parte superior con dos anchas tiras formadas por pequeñas piezas metálicas entramadas entre sí. Sobre el pecho le colocan el pectoral, ricamente decorado con motivos multicolores.
―¡Odio esta ropa egipcia! ¿Por qué tengo que ponérmela? ¿Por qué nos vinimos a Menfis?
―Lo sabes de sobra, Arsínoe.
―Me quiero ir a Alejandría. No me gusta esta ropa, esta ciudad, no me gusta el desierto.
Sus hermanos pequeños, ambos llamados Ptolomeo, observan en silencio la escena. Van vestidos también a la manera egipcia, con un gracioso tocado a rayas, una falda blanca arropada a la cintura y el pecho descubierto.
―Estás guapa ―le dice el mayor de ellos, que apenas tiene cinco años.
―¡No digas tonterías! ―le grita su hermana, quitándoselo de encima.
―Te van a oír en toda la ciudad, así que mejor si te calmas un poco.
―Yo no quiero estar aquí, madre. Quiero volver a Alejandría con mi hermana Cleopatra.
―Cleopatra no está en Alejandría, como bien sabes. Se fue con vuestro padre, de camino a Roma. Por eso nos vinimos a Menfis.
―Yo debería estar con Cleopatra, que es mi hermana, no aquí viendo cómo Berenice se convierte en la reina.
―Berenice también es hermana tuya.
―Solo de padre.
―Pero es tu hermana, y es la reina.
―El rey es mi padre.
―Lo será de nuevo, algún día.
Poco a poco, la madre de Arsínoe consigue que esta se tranquilice. Los pequeños Ptolomeos aprovechan la nueva calma para reanudar sus risas y sus juegos a costa de su hermana, a la que rodean, dirigiéndole sus chanzas.
―Estás hermosísima, Arsínoe ―prosigue su madre―. La ceremonia de coronación habrá terminado dentro de unas horas, entonces Berenice y Arquelao volverán a Alejandría y nosotros podremos seguir tranquilos en Menfis.
―Me da igual.
―¿Por qué dices eso?
―No me importa Menfis. No entiendo a los egipcios cuando me hablan, no sé lo que pone en las paredes de los templos, no entiendo sus garabatos.
―En Menfis hay muchos griegos, como bien sabes.
―¡No me importa!
―Yo nací aquí, como te he explicado muchas veces. Desciendo de Berenice, que fue hija de Ptolomeo Evergetes y se casó con el gran sacerdote de Ptah. De hecho me pusieron su nombre, Berenice, y también un nombre egipcio, Herankh, que quedó olvidado cuando mi familia se trasladó a Alejandría; mi familia que hablaba griego y que, cuando yo era niña, dejó atrás estas tierras.
―Ya me sé estas historias, no hace falta que las repitas ―dice Arsínoe sin poder gesticular como ella quisiera, ya que en estos momentos las sirvientas le están poniendo alrededor de los ojos el elaborado maquillaje.
―Soy tu madre, Arsínoe. En cierto modo Menfis es también tu ciudad.
Una vez terminado el maquillaje, Arsínoe se pone en pie y se mira en el pequeño espejo, que le devuelve una imagen no exenta de belleza, por mucho que no quiera admitirlo.
―Serás la niña más guapa de la ceremonia, con esos ojos azules y esos cabellos claros recogidos en tu cinta dorada. Mírate en el espejo. Eres la hija del rey Ptolomeo, que algún día volverá a Alejandría. Levanta la cabeza, mira al frente. Estás en Menfis, donde yacen los antiguos faraones de Egipto, donde reside el toro sagrado al que llaman Apis, donde habitan también los dioses griegos.
Arsínoe mira a su madre con un gesto de rabia contenida que poco a poco se va diluyendo en algo más cercano a la resignación.
―Ven ―le dice su madre cogiéndola de la mano―. ¡Niños, venid conmigo!
Berenice Herankh, natural de Menfis, criada en Alejandría, consorte desde hace años del rey Ptolomeo, sale del palacete acompañada de sus hijos. Se dirigen, entre la admiración de los menfitas, al Gran templo de Ptah.

A primeras horas de la tarde, la ciudad de Menfis recupera la calma tras los grandes fastos de la coronación. Hace apenas unas horas una gran multitud se aglomeraba en el santuario: allí estaban los notables del reino, allí estaba el gran sacerdote de Ptah acompañado de los suyos, allí estaban los hermanos pequeños de Berenice, entre ellos Arsínoe, que brillaba con luz propia.
Ahora, en el palacio del Serapeo, empieza la segunda parte de la ceremonia. Arquelao y Berenice han sido conducidos a uno de los aposentos, donde pasarán la noche juntos. Se espera de ellos un heredero y por tanto un nuevo dios que algún día reine sobre esta tierra.
Arquelao, de pie frente a ella, observa en silencio las sagradas vestiduras que adornan el cuerpo de Berenice como si de una nueva Isis se tratara. El vestido, largo y ceñido, le llega hasta la base del pecho, dejándolo desnudo, disimulado apenas por unos tirantes traslúcidos y por el pectoral que le pende del cuello.
Se acerca a Berenice. Levanta con lentitud la mano derecha y la lleva al rostro de su joven esposa, la gira suavemente de modo que es ahora el dorso el que acaricia la mejilla y desciende al cuello y luego alcanza el pecho desnudo. Sus dedos, tímidos, se atreven por fin a rozar el pezón, a trazar con suavidad el círculo de su forma.
Berenice mira a Arquelao con los ojos bien abiertos.
Se produce un silencio prolongado, que se mezcla con el silencio inmaculado que impera en la sala.
Entonces Berenice estalla en una sonora carcajada. Se lleva la mano a la boca. Intenta parar de reír pero no lo consigue. Entre convulsiones producidas por la risa se da media vuelta y se dirige al lecho, ricamente decorado con motivos religiosos o propiciatorios.
Su gesto no es una invitación. Todo lo contrario. Es una barrera entre uno y otro.
Una exclusión.
© Tadeus Calinca, 2020.
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