EL
SOLDADO
Autor: Tadeus Calinca
Alejandría, octubre de 48 a.e.c.
No hay nadie más que
ellos en el patio soleado. Él la mira. Ella está sentada en un banco de piedra
y lee un papiro, vestida de blanco. De vez en cuando levanta la vista y le
sonríe, y él le devuelve la sonrisa y sigue mirando, absorto en sus brazos, en
su cuello de piel clara, en su cabello negro recogido con gracia. Él se sienta
a su lado, ella, Cleopatra, lo mira una vez más con una tímida sonrisa en los
labios y luego vuelve a la lectura.
Así es la escena tal
como la recuerda, ¿o lo ha soñado? A medio camino entre el sueño y la vigilia,
Cordo se remueve sobre el lecho de paja intentando mantener viva la imagen, tan
real, del patio a la luz del sol, y en ese sueño él quisiera acercarse a ella,
aspirar el perfume que imagina en su piel, poner la vista sobre el papiro para
saber qué es lo que lee con tanta atención, pero no lo hace; se queda quieto,
observa, sonríe.
El ventanuco medio
desgarrado deja entrar la luz del nuevo día, que se posa como un cálido manto
en el cuerpo de Cordo, despertándolo. Confinado en su cubículo desde hace días,
sus momentos predilectos se corresponden a esas ensoñaciones de las primeras
horas. ¿Qué le importa el resto? Hoy ha surgido Cleopatra en sus sueños; más a
menudo los ocupa Acte, la joven judía que conoció en su alocada huída desde
Pelusio. Parece un pasado remoto; parece más real que lo que ahora vive.
El cubículo en el que
lo tienen encerrado debió pertenecer a un filósofo, un historiador o un retórico:
los anaqueles están repletos de papiros en perfecto desorden que nadie parece
echar de menos. Dicen que Alejandría es la ciudad de la sabiduría, y que el
Museo y las demás bibliotecas apenas dan abasto para albergar los miles de
obras que han ido atesorando. En su humilde habitáculo, a Cordo le ha llegado
una pequeña porción de ese saber. Sus limitados conocimientos de griego, que al
menos le permitieron conversar con Acte en aquellos días de juncos y acacias,
no le permiten adentrarse en textos de contenido tan profundo. Hay en ellos
ilustraciones que tampoco entiende: dibujos geométricos, fórmulas que parecen
magia. Por suerte para él, ha encontrado también unas hojas sueltas de papiro
medio escritas y unos utensilios de escritura que, a duras penas, aún sirven.
Aprovechando los márgenes en blanco de los papiros, se ha dedicado a la tarea
que creía abandonada para siempre: escribir. Como hizo en Roma hace años. Se
atreve, incluso, con algún verso.
Llaman a la puerta.
Es Aufidio, como siempre.
―¡Cordo, levántate!
Traigo novedades.
―¿Qué ocurre?
El centurión abre la
puerta del cubículo girando sonoramente la pesada llave.
―Tienes que venir
conmigo, son órdenes. Recoge tus cosas.
―¿Todo?
―Todo, Vamos,
deprisa.
La tarea es sencilla,
pues las pertenencias de Cordo son escasas.
―¿A dónde vamos? ―le pregunta
a Aufidio mientras lo sigue por el largo pasillo.
―¿Sabes manejar
armas?
―Por supuesto, he
sido tribuno militar, y cuestor.
―Ahora vas a ser
soldado de César.
―¿Soldado?
―Tenemos orden de
reclutar a todos los hombres que puedan ser útiles, así que a partir de hoy
formas parte de mi centuria. Dormirás con tus compañeros, en los barracones.
―Yo estuve en el ejército
de Pompeyo.
―No importa. ¿Quién
se acuerda de Pompeyo? Ahora tenemos un enemigo común: las tropas del rey, que marchan
hacia Alejandría. Aún no sabemos si lo hacen en son de paz o en son de guerra,
pero tenemos que estar preparados.
Tras recorrer varios
pasillos, alcanzan por fin un amplio espacio abierto en el que los soldados se
ejercitan. Es el patio que contempló hace unos días desde la galería superior,
que ahora divisa alzando la mirada. Desde allí vio a las hijas del anterior
rey, en ese lugar estuvo Cleopatra leyendo en paz. Pero ahora han sido
arrancados los setos, y se han aplanado los parterres para ganar espacio; los
bancos de mármol y las estatuas se amontonan en uno de los rincones, después de
ser arrancados con esfuerzo.
―Toma, Cordo.
Aufidio le pone en
las manos una espada y una maltrecha cota de malla.
―Poco más puedo
ofrecerte de momento. Aquí tienes el casco; mañana, con un poco de suerte,
tendrás un escudo.
Cordo desenfunda la
espada, que por su aspecto parece haber estado en unas cuantas batallas. Habrá
que afilarla, incluso aplanar su hoja; más complicado será quitarle la
herrumbre.
―Ven, Cordo. Estos
son tus compañeros de centuria.
Apoyada en el marco
de la ventana, Arsínoe observa los ejercicios de los soldados. El hermoso
patio, donde era posible pasear bajo las pérgolas o refrescarse junto a las
fuentes, parece ahora un campo de batalla. No le molestan los torsos desnudos
de los soldados, ni que combatan el uno contra el otro con las armas de
entrenamiento. No le importa que se ejerciten ante su mirada, un tanto lejana.
Nunca antes ha contemplado un espectáculo de tal naturaleza. ¿Cómo iba a imaginar
que el palacio real iba a convertirse en un campamento de soldados?
Se oye el ruido de la
puerta. Debe de ser Ganimedes, el eunuco, guardián fiel de Arsínoe desde que
era niña, su protector.
―¿Qué noticias me
traes? ―le pregunta la hija del rey, al tiempo que se aleja de la ventana.
―César está
desesperado.
―¿Tú crees?
―Habla con seguridad
y aplomo, pero en realidad sabe que su posición es muy débil.
Ganimedes le muestra
un papiro que lleva el sello de César.
―Aquí están sus
últimas disposiciones.
―¿Algo nuevo?
―Reitera su deseo de
que haya paz y armonía entre Cleopatra y sus hermanos, dice una vez más que
Roma velará por el cumplimiento de lo acordado, porque esa fue la voluntad de
Ptolomeo Filopátor, el anterior rey.
―Lo de siempre.
―Pero esta vez ha
añadido algo nuevo: Cleopatra y Ptolomeo el mayor gobernarán Egipto como marido
y mujer. Para ti y para vuestro hermano menor os reserva otro reino: el de
Chipre.
―¿Chipre?
―Como lo oyes.
En otras
circunstancias, la posibilidad de ser reina de Chipre hubiera sido un motivo de
satisfacción. Al fin y al cabo, es la hija menor de Ptolomeo. ¿A qué más podría
aspirar?
―Son palabras vacías,
Ganimedes.
―Lo sé.
―Cleopatra está del
lado de César, es su consorte. No querrá ser reina junto a Ptolomeo, se deshará
de él cuando pueda.
―El joven Ptolomeo
salió enfurecido de su última audiencia con César. Tenías que haber visto a
Potino y los demás consejeros; gritaban indignados, clamaban a los dioses.
―¿Delante de César?
―No. Por los
pasillos.
―Y las tropas del
rey, ¿qué hacen mientras tanto?
―César ha enviado
emisarios a Aquilas. Le llevan un mensaje firmado por Ptolomeo.
―¿Un mensaje de mi
hermano Ptolomeo?
―En realidad lo ha
redactado César. Le pide que acepte las nuevas condiciones, y que detenga al
ejército.
―César quiere ganar
tiempo, eso es todo. Necesita refuerzos.
―Así es.
―Llegó a Alejandría
con una fuerza reducida, sabe que si el ejército del rey se lanza contra él
está perdido; no podrá resistir tras las murallas del palacio, por altas que
sean. Aquilas tiene que continuar avanzando con el ejército.
―Eso es lo que opinan
Potino y los demás consejeros.
―¿Y mi hermano?
―Tiene sus dudas.
―¿Por qué no se
escapa de Alejandría? ¿Por qué no se arma con los gabinianos y espera la
llegada del ejército?¿Qué tiene que ocurrir para que se dé cuenta de la
realidad?
Arsínoe se mueve por la
habitación presa de los nervios.
―¿A qué espera mi hermano
para actuar?
―Tranquilízate. No
sirve de nada perder la calma.
Ganimedes se acerca a
la joven heredera.
―Ven, Arsínoe,
siéntate.
La conduce con
amabilidad a uno de los divanes. Ella accede, sin reparos.
―Ponte cómoda, cierra
los ojos.
Sentado detrás de
ella, Ganimedes le recoge el cabello a un lado y le afloja los tirantes del
vestido, que cae a la altura de la cintura. A continuación, sus hábiles dedos
retiran con delicadeza la blanca túnica, dejando al desnudo la espalda de la
joven.
―Cierra los ojos, no
pienses en nada.
Arsínoe relaja los
músculos en un gesto instintivo, al tiempo que se lleva las manos al pecho para
taparlo. Conoce bien los dedos blandos y gruesos de Ganimedes, y cómo estos, de
manera delicada, se deslizan por su piel; necesita su masaje experto, lento
concienzudo, como tantas otras veces.
―¿Te sientes mejor?
Nadie más que
Ganimedes, el eunuco, puede poner las manos en su cuerpo; tocar con destreza el
cuello, la nuca, apretar los músculos del brazo, darles la presión adecuada o
el masaje que libera toda tensión.
Fuera, en el patio,
los soldados se ejercitan sin descanso. Sus espaldas, desnudas y sudorosas,
brillan a la luz del sol.
© Tadeus
Calinca, 2020.
Todos los
derechos reservados.
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