ENEMIGOS - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

ENEMIGOS

Autor: Tadeus Calinca

Beroea (Siria), finales de marzo de 55 a.e.c.

Septimio y Marco Antonio acercan las manos a la hoguera en busca de calor. Poco después se les une Gabinio, sorprendido también por el frío.
―¿No os apetece un poco de vino? ―dice Marco Antonio, cansado de roer el pan insulso del desayuno.
―¿A estas horas?
―Sería una buena manera de empezar el día.
―Mejor guardarlo para otra ocasión, nos quedan aún algunas jornadas de camino. Aquí tenéis un poco de queso si os apetece. Es un regalo de los beroenses.
―¡A su salud!
El sabor fuerte del queso, unido al aroma ausente, imaginario, del vino, ayudan a caldear el ambiente. Gabinio y sus oficiales han podido al menos dormir bajo techo, en unas casas que habilitaron a toda prisa; el resto de la tropa, que ahora se despereza en la neblina, ha dormido en sus tiendas de campaña.
―¿Y aquel? ¿No saluda? ―pregunta Marco Antonio señalando a un grupo de hombres que, como ellos, se arremolinan en torno a una hoguera.
―Es hombre de pocas palabras ―responde Gabinio―. Y esas pocas palabras no suelen ser en latín o en griego.
―Para eso tiene a su traductor.
―Tienes razón. Ahora, de hecho, están sentados juntos.
―Mitrídates debería ponerse en pie y venir a darnos los buenos días. Al menos a ti, Gabinio.
―Es el hijo del rey de Partia. Debe tener otras costumbres.
―Se debería mostrar más agradecido con nosotros. A fin de cuentas le estamos ayudando a recuperar su reino.
―No te preocupes, Antonio. Habrá tiempo para que nos devuelva el favor, y será con creces. Cada cosa a su tiempo.
―¡Con lo bien que estábamos en la ciudad! ―exclama Marco Antonio, con una sonrisa cómplice en los labios.
―Estaremos mejor en Mesopotamia. Allí no hace tanto frío.
Dos días atrás, el ejército de Gabinio se puso en marcha desde Antioquía; dentro de dos jornadas alcanzarán el río Éufrates, y más allá del río esa tierra que nadie de ellos conoce: las llanuras de Mesopotamia, dominadas ahora por los partos. Cierta inquietud sobrevuela el campamento, por mucho que Gabinio y sus oficiales muestren su determinación a los soldados; cierto miedo a lo desconocido les hace mirar con desconfianza hacia oriente.
―Y nuestro amigo Arquelao, ¿qué estará haciendo en estos momentos? ―pregunta Septimio, recurriendo a uno de sus temas favoritos para hacer chanzas.
―¿Arquelao? Seguro que está engordando en la corte de Alejandría, bien alimentado por los eunucos.
―Eso suponiendo que siga con vida…
―Es mi héroe ―reflexiona Septimio entre las risas―; apareció un buen día entre nosotros, bebió nuestro vino, nos dio conversación, el día siguiente se marchó a Egipto y poco después era el marido de la reina.
―No me gustaría estar en su pellejo, te lo aseguro.
―¿Sería posible visitarlo algún día? Es un aliado de Roma, es nuestro amigo.
―Dicen que en Egipto tienen un cocodrilo sagrado al que dan de comer los sacerdotes. Yo si fuera Arquelao no me acercaría por allí.
―¡Yo tampoco, por si acaso!
Desde la distancia, Mitrídates, aspirante al reino de Partia, les dirige la mirada. No acaba de entender sus risas en la fría mañana.

Unas horas más tarde, la larga columna de soldados comandada por Gabinio, a las que se unen las pocas unidades que acompañaron a Mitrídates desde Partia, se adentra, más allá del río Belos, en la llanura pedregosa y árida de Siria. La jornada de hoy los llevará a Hierápolis, donde sin duda podrán disfrutar de mayores amenidades y vino fresco.
―Deteneos ―ordena Gabinio.
Un grupo de jinetes avanza a galope tendido desde la retaguardia, levantando a su paso una nube de polvo. Vienen de Antioquía; traen, como cabe imaginar por su celeridad, un mensaje urgente.
Gabinio no tarda en leer los papiros que han puesto en su mano.
―Hay cambio de planes ―dice a sus hombres, escuetamente.
―¿Cambio de planes? ―pregunta Marco Antonio―, intrigado.
―Es una carta de Pompeyo, el cónsul, acompañada de otras cartas del rey Ptolomeo de Egipto, que ha enviado desde su refugio en Éfeso. Las palabras de Pompeyo son claras al respecto. Tenemos una orden que cumplir.
―¿Qué orden?
―Abandonar la campaña de Partia y dirigirnos con todas nuestras fuerzas a Egipto, para devolverle a Ptolomeo su reino.
Un extraño silencio se instala en este recodo del camino donde han venido a detenerse. Una tenue brisa, apenas audible, mueve las ramas de las zarzas. A lo lejos, algún animal solitario merodea sin rumbo, curioso ante tantas personas en fila, bajo el sol.
Gabinio hace llamar a Mitrídates, que reacciona con una sencilla frase ante la inesperada situación: continuará camino hacia oriente aunque sea sin los romanos.
Horas después, mientras desandan el camino, Gabinio y sus oficiales recuerdan la escena.
―He sentido un poco de pena ―comenta Septimio―. Tendrá que enfrentarse sin ayuda a un ejército inmenso.
―Allí tiene fuerzas que lo apoyan.
―Aun así.
―¿Te da lástima Mitrídates? ―interviene Marco Antonio―, ¿alguien que se levantó contra su padre, el rey Fraates, y que no cesó hasta darle muerte, y que ahora lucha contra su propio hermano por el poder?
―Así son los reinos orientales ―apostilla Gabinio.
―Me importa bien poco lo que le ocurra.
―Está bien que luchen entre ellos ―dice Gabinio, haciendo gala de su larga experiencia en estas lides―. Antes o después llegaremos los romanos a poner orden, pero ahora nuestro enemigo es otro.
―Egipto.
―Y su reina Berenice.
―Y su rey Arquelao…
A la hora del desayuno bromeaban sobre Arquelao, imaginaban entre risas la suerte que este podría haber corrido en esa corte tan legendaria, tan hostil. Ahora se dirigen a su reino con las espadas afiladas, dispuestos a imponer a la fuerza la voluntad de Roma.
―Dime, Septimio, ¿también te da pena Arquelao?
Septimio guarda silencio, incapaz aún de asimilar el cambio de rumbo.
―Arquelao tiene dos opciones ―continúa Marco Antonio―: quedarse con su mujer, la reina de Egipto, y ponerse al frente de las tropas reales como un valiente, o salir por piernas de Alejandría y unirse a sus antiguos amigos romanos.
―¿Qué crees que hará? ―pregunta Septimio.
―No tengo la menor duda.

"¿Por qué ese cambio de planes y ese empeño repentino en ayudar a Ptolomeo?", se preguntan muchos de los soldados mientras avanzan hacia Antioquía. Los documentos oficiales hablan de un rey legítimo, del testamento de su padre, de la restitución en el poder del verdadero monarca. Pero la realidad, que Gabinio conoce bien, habla un lenguaje diferente: el de la ambición, el de las considerables sumas que Ptolomeo ha prometido a sus acreedores o que ha gastado en sobornos. Para eso fue a Roma: para rogar a prestamistas y reforzar vínculos con Pompeyo y otros potentados. Gabinio sabe que son estas las razones por las que se encaminan a Egipto, lo sabe porque él mismo obtendrá pingües beneficios si les sale bien la jugada. Al fin y al cabo, ¿qué le ha traído a Siria como gobernador? ¿Las aguas cristalinas del Orontes, el dulce sabor de los dátiles?
Septimio avanza con lentitud a lomos de su caballo. Lleva tiempo en el ejército, de modo que ha aprendido bien a acatar órdenes sin hacer preguntas. A su lado, Marco Antonio parece dotado de una nueva energía; dentro de unas semanas, en territorio de Judea, recibirá la orden de conducir a la caballería hacia Egipto, como avanzadilla. Mientras tanto, Gabinio se detendrá un tiempo en Ascalón, incorporando tropas auxiliares cedidas por Antípater y haciendo acopio de provisiones. La misión de Marco Antonio es sencilla: inspeccionar el terreno, sobre todo las zonas pantanosas, asegurarse de que no haya tropas enemigas, situar puestos de guardia; así hará, disciplinadamente. Septimio estará con él al mando de una de las alas de caballería. Lo escuchará vociferar nervioso una orden tras otra, dirigir la mirada perpetuamente hacia occidente, avanzar sin pausa para ordenar un nuevo avance, reconocer que han alcanzado los objetivos y que hay que esperar a que llegue el ejército y sin embargo seguir avanzando, un poco más, estamos cerca, y ver en la lejanía la ciudad de Pelusio, y no dedicarse a fijar posiciones, como estaba previsto, sino seguir adelante, porque ya no hay quien detenga esta marcha guiada por la ambición, por la sed de peligro, por la inercia de las armas, y entonces Septimio oirá a Marco Antonio decir la frase, "¡Vamos hacia Pelusio!", pues sabe que es una plaza mal defendida, ya que las tropas del rey están bien lejos, en Alejandría, al mando de Arquelao, que se ha mantenido firme en su puesto, "¡Arquelao es el enemigo, empecemos ahora a destruirlo!", y resulta fácil conducir a los hombres y a los caballos por la llanura que lleva a Pelusio, y poco importa quien salga a su paso a intentar detenerlos.
 
© Tadeus Calinca, 2020.
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