SEPTIMIO - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

SEPTIMIO

Autor: Tadeus Calinca

Alejandría, noviembre de 48 a.e.c.

Se oyen por la ciudad los clamores de la guerra. Algunas flechas, no muy certeras, consiguen superar los altos muros y acaban chocando contra las paredes del palacio, para caer luego al suelo. Hay también piedras que cruzan el cielo, pero su pequeño tamaño demuestra que los alejandrinos, al menos de momento, no disponen de catapultas ni de máquinas para el asedio.
Aufidio y los hombres de su centuria corren a paso ligero. A ambos lados de la avenida se suceden pórticos, templos y otros edificios majestuosos cuyo nombre desconocen; cada uno de ellos es una nueva hilera interminable de columnas que deben bordear.
―¿Dónde vamos? ―pregunta Cordo a su centurión―. ¿Lo sabes?
Aufidio intenta responderle, pero el esfuerzo de ir a la carrera, unido a su vida como oficial, que lo expone poco al ejercicio físico, le impide articular palabra.
Cordo parte con ventaja: es el único en toda la centuria que no lleva escudo. Su ligereza le permite adelantarse unos pasos y ponerse a la altura del oficial de enlace, el mismo que ha venido esta mañana a recogerlos por encargo de César y los guía ahora por el laberinto de rectas calles.
―¿Te puedo hacer una pregunta?
El oficial se gira hacia Cordo  con gesto serio.
―¿Dónde está tu escudo? ―le responde.
―No tengo.
―Cuando lleguemos a la muralla te daremos uno.
El oficial sigue concentrado en el ritmo invariable de su carrera y en el itinerario que ha de seguir. No tiene tiempo que perder en esta espontánea conversación entre soldados que corren.
―Ayer el mayor de los Ptolomeos fue hecho prisionero por César, de ahí que hoy nos ataquen. Pero tengo una duda: ¿quién está al mando de los alejandrinos?
―No lo sé.
―¿No será acaso Potino, su consejero favorito?
―Eso es imposible.
―¿Por qué?
―Potino ha sido ejecutado esta mañana, por orden de César. Y ya está bien de preguntas, ¿me oyes?
―Perdón.
Tras un giro a la derecha, los soldados alcanzan por fin la monumental puerta inserta en la muralla. En este rincón de la ciudad, se oyen, más vivos que nunca, los ruidos propios del combate, que parece recrudecerse por momentos.
El oficial al mando de las operaciones desciende con pasos ágiles de lo alto de la muralla para acercarse a los recién llegados.
―¿Quién es? ―pregunta Cordo, menos cansado, más despierto que el resto.
―Es Balbo, uno de los tribunos ―le contesta Aufidio, en voz baja.
―¿Balbo? ¿El sobrino de Balbo, el gaditano?
―¿Y yo qué sé? ¿No te cansas nunca de hacer preguntas?
Los soldados se distribuyen frente a la puerta intentando que su formación sea lo más ordenada posible. Poco parece importarle al tribuno, que apenas echa un vistazo al estandarte.
―Sois la cuarta centuria, ¿es así?
―Así es, mi tribuno.
―Dadles de beber a estos hombres ―ordena Balbo a sus ayudantes.
El agua fresca es acogida con deleite por los soldados; quizá sea el último trago que puedan tomar en las próximas horas.
―Los alejandrinos han concentrado sus acciones en el área portuaria, que queda justo detrás de estos muros. Se dirigen sobre todo a los muelles, donde intentan apoderarse de las naves de su escuadra. Vuestra misión consiste en impedírselo a toda costa. Confiad en la victoria, sed valientes. ¡Por la República Romana, por el pueblo y el Senado de Roma!
La puerta se entreabre para los soldados, que caminan tras su estandarte como una jauría aún silenciosa.
―¿Lleváis material suficiente? ―les pregunta el cuestor a medida que cruzan el portal.
―¡A mí me falta el escudo! ―grita Cordo, contento de poder quitarse de encima su íntima angustia de los últimos días.
―Aquí tienes.
Cordo recibe el escudo como si fuera el más preciado regalo de las Saturnales.
―¿De dónde lo habrán sacado? ―le dice al portaestandarte.
―Mejor no lo preguntes.
Al acomodárselo en su brazo, se da cuenta de que el asa desprende cierto calor, cierta humedad. Mejor no preguntar. Mejor ajustarse el casco, aferrarse a la espada y marchar hacia delante.
Una luz cegadora los acoge al otro lado. Choques de armas, carreras, órdenes cruzadas.
―¡Vamos, rápido! ¡Adelante!

Los ecos de la batalla no conocen barreras; alcanzan por igual los humildes cubículos de los esclavos y las más nobles estancias del palacio.
Arsínoe se acerca a su hermano pequeño, que lleva toda la mañana hundido en su butacón, sumido en la tristeza. Le acaricia el pelo en un raro gesto por su parte, al tiempo que  le dedica palabras de ánimo apenas susurradas. Tiene la mirada perdida en ninguna parte. Le acecha el mismo miedo que al pequeño Ptolomeo.
Ganimedes los observa desde la puerta, donde está apostado en tareas de vigilancia.
―Nada se mueve en el pasillo ―dice, en un imaginario informe oral que nadie le ha pedido―. Es como si se hubieran olvidado de nosotros.
―Mejor así ―le contesta Arsínoe por inercia.
―No nos han cerrado las puertas, ni nos impiden movernos con libertad.
―Debe ser que no nos consideran peligrosos, no ven en nosotros una amenaza para sus planes de grandeza. Me imagino a mi hermana Cleopatra hablando con César: "No te preocupes por mis otros hermanos, son unos niños".
―Quizá se equivoquen.
―Algún día comprenderán su error, te lo aseguro.
El eunuco da unos pasos hacia el interior de la estancia, donde podrá escuchar mejor la voz de Arsínoe. Necesita conversar con los dos hermanos después de horas de vigilancia estéril.
Hay algo en su indumentaria que llama la atención del joven Ptolomeo.
―¿Qué llevas ahí? ―le pregunta.
―¿Esto? Es un puñal, un pequeño recuerdo de mis tiempos en el ejército.
―¡Déjame verlo!
Ptolomeo se acerca a Ganimedes, que se muestra reacio a desenfundarlo. Arsínoe los mira con atención, intrigada por un objeto que, según creía hasta hace poco, era ajeno a su mundo.
―Por favor, déjame ―insiste el hijo menor del anterior rey.
―Está bien, pero ve con cuidado.
En las manos del niño, el puñal brilla como un juguete de muerte.
―¿Estuviste en el ejército? No lo sabía.
―Hace años de eso.
―¿En el ejército de mi padre?
―Por supuesto. Hasta que un buen día me puso a vuestro servicio, para protegeros.
―Me gusta el puñal ―dice el niño, embelesado, mirándolo desde todos los ángulos posibles―. ¿Tienes otro para mí?
―Te buscaré uno. Es hora de que aprendas a defenderte.
Ptolomeo manipula sin cesar este objeto que abre tantas puertas en su imaginación. Se lleva la punta a la yema de los dedos, la oprime hasta producir una ligerísima herida, apenas un punto rojo en su piel.
―Ve con cuidado, Ptolomeo.
Ganimedes devuelve el arma a su funda, ante las protestas del joven y la mirada un tanto lejana de Arsínoe; el ruido de fondo de la guerra, incesante, le recuerda que debe volver a su puesto de vigilancia y permanecer atento a los ecos que se propagan por los pasillos.
Sus dedos, fuertes y anchos, acarician de nuevo la empuñadura. Quisieran quizá posarse en otras superficies, trazar caminos que ahora parecen de otro mundo y que en el día de ayer eran aún posibles sobre la piel; hay en todas las guerras una forma de vida que se rompe, un pasado que se añora de inmediato, antes de perderse.

La lucha se extiende a lo largo y ancho del puerto, incluso al interior de las grandes naves de guerra que desde hace semanas duermen en sus aguas. Son combates aislados, protagonizados por pequeños grupos de soldados que acorralan al enemigo o se ven acorralados. Algunos avanzan empuñando las armas, o haciéndolas chocar con estrépito contra el escudo, otros huyen hacia sus posiciones tras verse superados, y luego vuelven a la brecha, como si buscaran su propio lugar en medio del caos.
Cordo corre detrás de un soldado enemigo, alejándose así de sus compañeros, con los que formaba un grupo compacto. La persecución lo lleva a las inmediaciones de una nave, que rastrea sin descanso. Respiración entrecortada. Ansia. Se oyen gritos por doquier; se oye un cuerpo que cae al agua, se oye gemir a los heridos que se arrastran por el suelo.
―¡Cordo, a tu derecha! ¡Cuidado!
Un soldado alejandrino se abalanza contra él. No lleva escudo, ni arma alguna, simplemente lanza su cuerpo en un rápido impulso, haciendo que Cordo pierda el equilibrio y acabe cayendo de espaldas con todo su armamento; apenas un fugaz instante en el que ha visto el rostro del atacante y la furia y el miedo reflejados en sus ojos. Desde el suelo, Cordo contempla ahora la veloz huida del soldado; esa era la razón de su ataque, huir.
―¡Septimio! ―le grita uno de los suyos, que se une a su huida―. ¡Aquí!
Lo dice en latín, o eso cree oír Cordo en su aturdimiento. Deben ser gabinianos, antiguos soldados romanos utilizados ahora por el rey. 'Septimio'… ¿Dónde ha oído ese nombre?
―¿Estás bien, Cordo? ―le dice su compañero de centuria mientras le alarga los brazos ofreciéndole ayuda―. Parece que los alejandrinos se retiran, ¿los ves? ¡Hemos vencido!
Cordo camina absorto en sus pensamientos, ajeno a los tonos vespertinos de la luz.
―Será imposible defender estas naves, ya que quedan fuera de nuestra muralla; antes o después vendrán con refuerzos y no podremos detenerlos. ¿No te parece, Cordo? ¿Me oyes?
―Sí, te oigo. Tienes razón.
Cordo busca entre sus recuerdos. ¿Dónde ha conocido a alguien llamado Septimio? ¿Dónde ha visto antes los rasgos de su cara?
―Allí está el portaestandarte, y a su lado el centurión, ¿los ves?
En uno de los tramos de la muralla, cercana a la puerta, se reagrupan los hombres de su centuria. A simple vista, da la impresión de que no ha habido muchas bajas.
―Vamos con ellos.
―Sí, vamos.
Un destello del pasado reaparece en la mente cansada de Cordo. Fue hace unas semanas, cerca de Pelusio, en una barca a la que fueron invitados a subir. "Tú eres Septimio, fuiste tribuno en mis legiones, te recuerdo". Eso dijo Pompeyo, poco antes de morir. Cordo recuerda un último instante, justo antes de saltar al agua para salvar la vida, en el que aquel hombre que había sido soldado de Pompeyo llevaba en la mano una espada manchada de sangre. Luego vino sumergirse en las olas y nadar sin descanso hasta la orilla.
―Cordo, ¿todo bien? ―le pregunta Aufidio, más paternal que nunca.
―Todo bien, Aufidio.
 
© Tadeus Calinca, 2020.
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