ALEJANDRO
Autor: Tadeus Calinca
Costa de Cilicia, año 63 a.e.c.
Cunde entre los marineros una primera
alegría de llegar a puerto, desembarcar las mercancías y someterse de nuevo al
peso de la tierra, oliéndola.
―¿Es Tarso?
―pregunta la pequeña Mariam, contemplando el mismo horizonte.
La acompaña su
hermana menor, Alejandra. Juntas han esquivado las cuerdas y aparejos de la
cubierta hasta alcanzar la proa, donde Alejandro, pensativo, las ve llegar. A
menudo, durante la travesía, Mariam se le ha acercado con lágrimas en los ojos
buscando un abrazo.
―Sí, es Tarso
―dice, invitándolas a mirar más allá del mar plateado.
Alrededor de
ellos se escuchan cánticos alegres; los marineros, más animados que nunca,
despliegan la vela con gestos acordes o se aprestan a mover los remos como si
estos, en vez de madera, fueran de aire. De vez en cuando miran, llenos de
curiosidad, a las princesas de Judea.
Alejandro
tiene pocos motivos de alegría. Su padre, Aristóbulo, muestra en sus muñecas
las heridas que le han causado los grilletes; cuando leguen al puerto, volverán
a encadenarlo. Es el único de la familia que recibe tal castigo; Alejandro, el
hijo mayor, se libró del mismo. Quizá lo consideren un niño. Quizá lo sea. Son,
en suma, una triste familia de cautivos, acostumbrados antaño a la vida en
palacio, a los eunucos y su voz aguda y falsa, a los cortinajes de lino y oro,
al olor a pétalos, a sándalo e incienso.
Arribados a Tarso, se diluyen entre la
masa gris que parece invadir la ciudad. Los soldados forman bajo el sol, pero
no tardan en romper filas y correr, alados, a lugares en penumbra donde
gastarán su parte del botín. Otros, menos afortunados, hacen guardia.
Mariam, una
vez más, se abraza al cuerpo de su hermano. Alejandra camina de la mano de su
madre; también Antígono, abrumado por la ciudad ignota y su puerto de piedras
grises y húmedas. ¿Dónde están ahora los delfines?, se pregunta añorando a los
que fueron, durante el viaje por mar, sus mejores aliados.
Aristóbulo ha
sido devuelto a sus cadenas, y con ellas camina, cabizbajo, como la sombra de
un rey.
Unos días después, la ciudad de Tarso
retorna a su anterior calma. El general Pompeyo ha continuado camino hacia el
Ponto, por ruta terrestre. Antes de partir hizo una breve visita a Aristóbulo y
su familia. Lo miró como quien mira a uno de tantos reyes depuestos, impaciente
por llegar a Aminto y ver, con sus propios ojos, el cuerpo embalsamado de su
gran rival, Mitrídates.
Un último
vistazo a las hijas e hijos del rey y su belleza triste. Una mirada a
Alejandro, un pensamiento fugaz de que quizá el primogénito del rey debiera ser
encadenado, pues su cuerpo es ahora más firme y robusto que cuando lo vio por
primera vez en Judea. Pero no hay palabras, ni nuevas órdenes.
Pasan los días. A Alejandro le es
permitido, en ocasiones, pasear por la ciudad. Lleva de la mano a su hermana pequeña,
que despierta el amor inmediato de los transeúntes. Se les acercan los judíos
de Tarso, y estos les hacen llegar sus sueños, sus eternos lamentos, sus deseos
de revolución.
―Alejandro,
serás rey de Judea ―le dice un viejo que se ha puesto en pie a su paso.
Mariam le
aprieta la mano a Alejandro, señalando un juguete de madera entre cestas de
mimbre, hace visible su sueño de niña sin atreverse a hablar a la sombra de los
soldados.
La nave está preparada en el puerto.
Los llevará a Roma, donde serán recluidos en espera de Pompeyo.
―Tenedlo todo
preparado para mañana ―les dice el tribuno con escuetas palabras.
Alejandro
eleva la mirada, respira hondo. Ha escrutado las calles de Tarso, y se ve capaz
de guiarse por ellas. Conoce bien a sus guardianes, sabe dónde están sus puntos
débiles y cómo zafarse de su vigilancia, a menudo relajada. Se despide de su
hermano Antígono, se abraza a su hermana Mariam y a la pequeña Alejandra. Se
acerca sin palabras a su madre, que no necesita palabras para comprender, pero
evita el último abrazo con su padre, pues no sabe si con su fuga acrecienta el
peligro para su familia, pero qué más dan esos temores, se dice a sí mismo, si
ya lo han perdido todo y vagan como esclavos por un mar que pertenece a Roma.
Saldrá de
Tarso como un fugitivo, recorrerá Cilicia en dirección a Siria y a Judea.
Hablará con los que son de su religión. Buscará su alianza, los unirá a su
causa como soldados. Esa es su idea abstracta, su deseo primario de libertad.
Ya en campo
abierto su cuerpo parece aligerado. Lágrimas de miedo, de adolescencia,
acompañan su rápida carrera. En la lejanía, acémilas y rebaños; más cerca, los
rostros fugaces de los labriegos.
Judea, 61 a.e.c.
Una nueva ciudad, en la que aún no lo conocen.
Puede por tanto pasear anónimo por el mercado y escuchar la voz de la gente.
Ha llegado
Mauro, dicen. Trae noticias frescas de Jamnia. Escuchémoslo.
Los
transeúntes forman un círculo a su alrededor. Le traen un ánfora de vino, que
Mauro acoge como el mejor premio. Lleva un buen rato hablando, ante la atenta
mirada de niños y mayores.
Es un poeta,
dicen.
―Sí, queridos
amigos, esas cosas cuentan desde Roma ―dice Mauro, animado por la frescura del
vino―. En el segundo día de su triunfo, Pompeyo mostró el cetro de Mitrídates,
y su trono, todo ello de oro macizo, y eran incontables las carretas que
transportaban las armas capturadas y las proas de los barcos, y tras ellos
venían los cautivos, vestidos con las ropas de sus naciones. Nunca antes se
había visto semejante desfile por las calles de Roma. Allí estaban los sátrapas
vencidos por Pompeyo, y los hijos de los reyes, caminando como súbditos ante
los ojos sorprendidos de los romanos: entre ellos Tigranes, hijo del rey de
Armenia, y Zósima, esposa de ese mismo rey, y también los hijos de Mitrídates,
cuyos nombres he aprendido de memoria: Artajerjes, Ciro, Oxatres, Darío y
Jerjes, y sus hermanas, Orsabaris y Eupatra. No menos lánguido caminaba
Artoces, que fuera rey de la Cólquide, y junto a él los tiranos de Cilicia y
las reinas de los escitas, y también Menandro de Laodicea, que había dirigido
la caballería de Mitrídates y ahora caminaba como un mero soldado desarmado. Tras
él los rehenes enviados desde Iberia y Albania.
Mauro hace una
breve pausa, que hace patente el silencio que lo rodea.
―Por último
Aristóbulo, que fue en su día rey de los judíos y era mostrado ahora como un
preso encadenado. Detrás de ellos venía el carro triunfal, cubierto de gemas y
oro. Dicen que Pompeyo llevaba puesto un manto que perteneció a Alejandro Magno
y que encontraron en la isla de Cos entre las posesiones de Mitrídates. ¿Quién
no iba a creerlo al ver al general resplandeciente entre laureles?
Tras una nueva
pausa, Mauro retoma la narración.
―No quiso
Pompeyo manchar de sangre su día de gloria. Ni siquiera Tigranes fue ejecutado.
Tampoco Aristóbulo. Ahora ambos permanecen en algún oscuro rincón de Roma,
alejados de su patria. Así fue el triunfo de Pompeyo, el tercero en su cuenta.
Con este se completa su círculo de victorias, la primera en Libia, la segunda
en Europa, la tercera sobre Asia, uniendo así el mundo entero bajo el peso de
sus legiones.
© Tadeus
Calinca, 2020.
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