LAS CENIZAS - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

LAS CENIZAS

Autor: Tadeus Calinca

Canopo (Egipto), octubre de 48 a.e.c.

Cuando abre los ojos, Cordo está aún entre ciénagas y juncos, o atraviesa caminos polvorientos; los vuelve a abrir y ve delante de él a una joven de ojos claros, su cabeza cubierta con un pañuelo; se gira en la cama, intenta moverse, ¿dónde está?, ¿quién es esta chica? Se sumerge de nuevo en el sueño sudoroso de serpientes, una piel quemada que es la suya bajo el sol de muerte.
―¡Eh, despierta!
Quien lo agarra del brazo zarandeándolo con firmeza no es la joven de suaves facciones, sino un hombre con barba larga y túnica bordada.
―¡Despierta! ¿Me oyes?
―¿Quiénes sois? ¿Qué hago aquí? ―exclama Cordo al tiempo que se incorpora en un movimiento brusco―. Tengo que irme.
La cabeza le da vueltas, las piernas le flaquean.
―Has tenido fiebre, descansa.
La chica desconocida le tiende un vaso con agua y un paño de lino con el que secarse la frente.
―Gracias ―susurra Cordo, aún aletargado.
―Te encontramos ayer junto al arroyo ―interviene el hombre, que tiene pocas ganas de perder el tiempo―. Habías perdido el conocimiento.
―No lo recuerdo. Pero tengo dinero, si es lo que te preocupa. Pagaré por vuestros cuidados.
―¿Por qué entraste en mi heredad?
―No lo recuerdo, créeme,
―Pareces extranjero por tu manera de hablar griego. ¿Qué te ha traído a Canopo?
―Estoy de camino a Alejandría. Eso es todo.
―¿Tienes nombre?
―Sí. Me llamo Cordo. ¿Y tú quién eres, si puedo preguntarlo?
―Soy Eutiquio. Y esta es mi hija, Acte.
Cordo dirige la mirada a la joven que supuestamente le dedicó sus cuidados en la pasada noche de fiebre. Saber su nombre es, en cierto modo, acercarse a su piel azorada.
―Dices que tienes dinero.
―Lo traigo en mi bolsa, que llevaba pegada al cuerpo.
Acte hace una indicación con la vista, señalando un raído trozo de tela situado en una tarima.
―¿Es esto?
―Ahí tienes el dinero.
Eutiquio abre con cuidado la bolsa, como si temiera que en su interior hubiera algún peligro oculto. Lo que encuentra, en cambio, son varias piezas de plata. Al extraerlas, cae al suelo un fino polvo gris.
―¿Qué es esto? ―grita, alarmado, mientras se quita de los dedos la suciedad.
―Son cenizas.
―¿Cenizas? ¿Qué cenizas?
Eutiquio acompaña sus preguntas con exclamaciones en una lengua extraña. Cordo cree escuchar, entre otras, la palabra "profetas".
―Esto nos va a traer una desgracia ―dice, volviendo al griego―. Acte, recoge las cenizas y llévalas con la bolsa bien lejos, al cobertizo. No quiero que contaminen mi casa.
Despertado por fin de su letargo, Cordo puede ahora observar mejor lo que le rodea. No hay en esa casa figuritas de dioses ni amuletos. No ve en el cuerpo de Acte o de Eutiquio ningún colgante o adorno destinado a ahuyentar la mala suerte, como es habitual en tierras egipcias. No arde ninguna llama eterna, no se escuchan juramentos por Isis o Serapis.
Eutiquio se lava las manos con el agua de un cántaro. Cuando vuelve Acte, la conmina a hacer lo mismo. Entonces ella se arremanga las largas mangas de lino y deja ver por unos instantes su joven piel aún no arrasada por el sol ni herida por la tierra.
―¿Quién eres? ―insiste Eutiquio―. ¿Qué son estas cenizas?
Cordo necesita tiempo para urdir una respuesta, y por eso su mirada se pierde ahora en las desnudas paredes de la estancia. ¿Cómo va a decirle que esas cenizas son las de Pompeyo, el general romano, y que él mismo hizo la pira en la que se consumieron a medias sus restos mortales, y que entonces emprendió su huída desde Pelusio, cruzando el Nilo y todos sus brazos, azotado por mosquitos, azuzado por serpientes, y que su meta no es otra que llegar a Alejandría, donde quizá haya llegado Julio César, a quien quiere llevar esas cenizas?
―Traigo las cenizas del templo ―dice, en un afán de parecer seguro.
―¿Qué templo?
―El de Jerusalén.
Eutiquio y su hija se miran, como si esa palabra hubiera activado un inmediato resorte en su ánimo.
―Me las confió un sacerdote.
―¿Cómo se llamaba?
―No recuerdo su nombre.
Eutiquio emite una de esas frases que ahora Cordo no duda en identificar: tienen una entonación, una melodía que ha escuchado en otras ciudades de Oriente: Antioquía, Laodicea, Tiro; en todas ellas hay comunidades de judíos; en todas ellas se ora a un dios sin rostro.
―Me dijo que las llevara a Alejandría, donde encontraría a un sacerdote que sabría lo que tenía que hacer con ellas ―continúa Cordo, consolidando su relato falso―. Le llevo un mensaje que aprendí de memoria.
―Esto debe escucharlo Aquileo.
―¿Quién?
―Aquileo, el maestro de la sinagoga. Enviaré a mi hijo Simón a buscarlo.
―¿Para qué?
―Has traído unas cenizas a mi casa, y con ellas la impureza. Necesito el consejo del maestro para que podamos purificarnos según la ley.
―Lo mejor que puedo hacer es irme de tu casa y llevarme las cenizas a otra parte.
Cordo intenta una vez más ponerse en pie, pero es entonces cuando descubre su pie inflamado y la cicatriz que le cruza el muslo. Punzado por un dolor intenso, su cuerpo se desploma de nuevo en la cama.
―Necesitas unos días de descanso, suficientes para que Aquileo nos honre con su presencia. Vive a una jornada de aquí.
―Me encuentro bien, mañana podré partir ―dice Cordo, buscando consuelo en el rostro de Acte.
―Tu historia resulta extraña, será mejor que la oiga el maestro Aquileo. En un par de días estará aquí.
Cordo se recuesta sobre el catre. Se llevaría las manos a la cabeza si no tuviera que disimular sus emociones. Un par de días. Por suerte está Acte.

Los días siguientes transcurren entre cuidados y ausencias. Cordo consigue ponerse en pie y caminar apoyándose en el cuerpo de Acte, menudo pero firme. Colaboran también los sirvientes de la casa; los supervisa, en ocasiones, el propio Eutiquio.
―Mi hijo ha vuelto de la ciudad. Me dice que el maestro Aquileo vendrá pronto.
―¿Cuándo? ¿Mañana? ―pregunta Cordo preocupado, pues sabe que necesita un poco más de tiempo para coger fuerzas y poder huir.
―¿Mañana, dices? ―Eutiquio lanza una mirada cómplice a los sirvientes y a su hijo―. ¿Cómo quieres que venga mañana, en pleno sabbat?
Al amanecer del día siguiente, Cordo se encuentra un plato con comida y una casa en la que nada parece moverse. Tan solo los perros corretean por el patio; las ovejas, en la distancia, parecen quebrar tímidamente el silencio que impera por doquier en la heredad. «Un día más para curarme», piensa Cordo. «Mañana, quizá, pueda poner tierra de por medio»

Terminada la jornada de descanso, vuelve la vieja pregunta:
―¿Cuándo llega el maestro?
―Mañana o pasado ―contesta Eutiquio con el rostro inalterable―. Debes esperar.
Por suerte está Acte, con su sonrisa amable y su curiosidad juvenil que la lleva a interesarse por este hombre venido de ninguna parte. Cordo le cuenta historias de otros lugares, le describe las ciudades que ha visitado, le habla de batallas vividas por él o imaginadas, y ella lo escucha en silencio, pendiente de los pasos de su padre, a quien seguramente no le parezcan bien estas fantasías.

―¡Por ahí viene el maestro!
―¿Cómo? ―exclama Cordo alarmado al ver cómo se desploman sus planes― ¿No venía a primera hora de la tarde?
Demasiado tarde para reaccionar, pues ya entra Eutiquio en la estancia, y tras él un hombre de mayor edad, pasos tranquilos y mirada aguda bajo tupidas cejas. Le siguen, a pocos pasos, dos hombres corpulentos.
―Me han contado tu historia, extranjero ―dice Aquileo, llenando la estancia con su voz grave―. Me dicen que vienes de Jerusalén.
―Así es.
―¿Qué son esas cenizas que traes?
―No puedo decirlo. Lo prometí a quien me las dio, un moribundo. Las llevo a Alejandría con la misión de entregarlas a un sacerdote.
―¿Qué tipo de sacerdote?
―Uno de vuestra religión.
―¡En Egipto no hay sacerdotes judíos! ―exclama indignado el maestro―. Solo en Jerusalén y en Judea.
―Me he equivocado, Aquileo, te ruego que me perdones. Quería decir un maestro de las Sagradas Escrituras, un sabio.
Cordo mira a su alrededor, donde solo percibe miradas de sospecha dirigidas hacia él. ¿Hasta cuándo se va a sostener su frágil relato? ¿Cómo podrá salir corriendo de la estancia, ahora que tiene a estos hombres entre él y la salida?
―Tengo que ir a Alejandría a entregar las cenizas.
―¿Cómo se llama el maestro a quien debes entregarlas? Quizá pueda ayudarte a encontrarlo.
¿Ironía? ¿Voluntad verdadera de ayudar?
―Se llama Teodoro ―dice Cordo, improvisando un nuevo giro en su peligroso juego.
―¿Teodoro?
―Sí, el gran maestro conocido por ese nombre.
―Teodoro murió hace años.
―No lo sabía.
―¿Cuándo te dieron esas cenizas?
―Hace años.
Aquileo hace un rápido cálculo mental.
―Teodoro murió en tiempos de Aristóbulo, cuando los romanos entraron en el templo.
―Así es. Yo estaba con ellos. Con Pompeyo. Era tribuno a sus órdenes.
―¿Cuántos años tienes?
―¿Yo?
―Sí, tú.
―Cuarenta ―miente, una vez más, Cordo.
―¿Cuarenta? Yo diría más bien treinta. Dices que estuviste en Jerusalén con Pompeyo.
―Allí es donde me entregaron las cenizas.
―Has tardado mucho en traerlas, ¿no? La profanación del templo fue hace quince años. ¿A qué edad te nombraron tribuno? ¿Cuándo eras un niño? Creo que mientes, pero no seré yo quien te juzgue, sino el gobernador de Canopo. ¡Apresadlo!
Los acompañantes de Aquileo se abalanzan sobre Cordo, de suerte que dejan libre la puerta de la estancia. Olvidándose del dolor y las heridas, el romano salta de la cama y consigue alcanzar la salida entre gritos y golpes. Una vez fuera, nada le impide acercarse al cobertizo, coger la bolsa de las cenizas y salir corriendo por campo abierto.

Amanece un nuevo día entre mosquitos y sanguijuelas, pero al menos está vivo y es libre.
Solo una cosa antes de encaminarse hacia la ciudad.
Una cosa.
Un pedazo de sueño.
No lejos de esta zanja está el lugar que hace las veces de lavadero. Sabe que Acte acude allí por las mañanas.
Cordo surge de los carrizos. Acte finge una alarma que no siente.
―Estoy aquí para despedirme  ―dice, susurrando―. Luego me iré.
Acte sonríe. Deja que la mano de él le acaricie el cabello y las mejillas.
―¿Tú religión te permite besar a un extraño?
―Sería un acto impuro.
Los labios se funden en un silencio que es el mismo del agua, de los papiros erizados por el viento, de las grullas teñidas de luz.
 
© Tadeus Calinca, 2020.
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