EL TEMPLO - Relato histórico


Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

EL TEMPLO

Autor: Tadeus Calinca

Jerusalén, junio de 63 a.e.c.

Desde su posición en el monte Escopo, Pompeyo y sus hombres aprecian la magnífica silueta de Jerusalén, que muchos de ellos contemplan por primera vez, y les sorprende ver que desde la base de la montaña se acerca hacia ellos un grupo de hombres a caballo. Poco después, escoltados por una turma de caballería, los recién llegados alcanzan la pequeña planicie en la que el general romano ha situado las insignias legionarias.
El primero en bajar de la montura es un hombre joven cuyas ricas vestiduras denotan su alto rango. Destaca del resto, también, por los pasos decididos con los que avanza.
―Vienes en persona ―le dice Pompeyo fingiendo sorpresa―. Pensaba que enviarías a alguno de tus subordinados.
―¿Qué te trae a Jerusalén? ―le contesta, secamente, Aristóbulo.
―Me han hablado tanto de la ciudad de los judíos, y de su famoso templo, que no podía desaprovechar la oportunidad de acercarme a admirarla.  
―Tengo una duda: ¿estás aquí para alabar mi ciudad o para destruirla?
―¿Destruirla? No es esa mi intención. ¿Me crees capaz de semejante crueldad?
―No parece una visita de cortesía; has venido acompañado de tus legiones.
―Ya sabes, no me gusta viajar solo.
Pese a la gravedad de la situación, alguna disimulada sonrisa se esboza entre los legados de Pompeyo, que asisten en silencio al encuentro. La figura de Aristóbulo, que se esfuerza por mantener el cuerpo erguido y la cabeza bien alta, parece disminuida frente a estos hombres que lo miran desde una pequeña elevación del terreno.
―Días atrás, en Damasco, tuvimos ocasión de hablar largo y tendido ―continúa Pompeyo, que permanece sentado en su silla curul― ¿Por qué te fuiste de manera tan repentina? ¿No te gustó el trato que te dispensamos?
―Me vine a Jerusalén porque soy el rey legítimo de Judea.
―Tu hermano Hircano también reclama el título de rey.
―¡Me importa poco lo que diga mi hermano! Lo hace inducido por su aliado Antípater, el idumeo, que es el que en verdad ambiciona el poder. Recuerda, Pompeyo, lo dije en Damasco, lo repito ahora: soy el hijo mayor de Alejandro Janeo y Salomé Alejandra, por tanto legítimo heredero del trono.
―Y yo soy el legítimo representante del pueblo romano. No lo olvides.
Aristóbulo sabe que las palabras de Pompeyo no son en vano. Ante sus ojos se expande como una mancha negra el inmenso ejército que el general romano ha traído a Jerusalén. Y podría ser peor, tras conocerse hace unos días la muerte de Mitrídates, rey del Ponto, el gran enemigo de Roma en Oriente. Ahora nada impide a Pompeyo concentrar todos sus efectivos en Siria y en Judea, si así lo necesita.
―Dices que eres el rey de Judea.
―Lo soy.
―¿Qué me ofreces a cambio?
A Aristóbulo le cuesta digerir la pregunta, por previsible que sea.
―Oro y plata. Eso es lo que te ofrezco.
―¿Cuánto?
―Cuatrocientos talentos.
La cifra, tan elevada, sorprende al propio Pompeyo.
―¿Lo ves, Aristóbulo? Creo que podemos entendernos.
―Yo mismo iré a recoger esos talentos, y los traeré a tu campamento para que puedas contarlos.
―No es necesario que te molestes. Enviaré a Aulo Gabinio, uno de mis legados. Él se encargará de recoger el tributo. Mientras tanto, tú te quedarás aquí, entre nosotros.
―Me retienes como prisionero. ¿Ese es el trato que merezco?
―Considérate mi invitado. Tendrás una estancia confortable, no te preocupes.
―Debo ir en persona a Jerusalén. A nadie más confiarán el tesoro.
―Bastará con un documento escrito y sellado por ti. Los hombres de tu escolta irán con Gabinio y llevarán hasta allí tu mensaje. Mientras tanto, podremos disfrutar de tu compañía en el campamento.
Las palabras de Pompeyo caen como una losa sobre Aristóbulo, que parece empequeñecerse aún más. A sus espaldas tiene la ciudad de Jerusalén; frente a él, el poder desmedido de Roma.
―Mi esposa y mis hijos están en el palacio real ―dice con una voz bañada de impotencia―. No quiero que les ocurra nada.
―Nos ocuparemos de su seguridad. No temas.

A última hora de la tarde regresa Gabinio. Llama la atención que sus hombres avancen a paso ligero y que las carretas que debían transportar el oro vuelvan vacías de Jerusalén.
―Se han negado a ofrecer el tributo ―dice, recalcando lo que era obvio―. Ni siquiera se nos ha permitido entrar en la ciudad.
―¿Les habéis entregado el documento?
―Los escoltas de Aristóbulo lo han llevado en mano, pero no ha servido para nada.
―¿Dónde están ahora?
―Se han quedado en la ciudad.
―Pagarán por ello. ¿Alguna otra cosa, Gabinio?
―Se oían gritos procedentes del otro lado de las murallas. Se diría que ha empezado la lucha por controlar la ciudad.
Pompeyo mira a su alrededor, buscando el rostro de sus legados. No hacen falta palabras. Mañana sonarán las fanfarrias y se oirán los pasos de los legionarios.


Septiembre de 63 a.e.c.

Cuando llegaron a Jerusalén, las tropas romanas se encontraron las puertas abiertas. Los partidarios de Hircano eran dueños de la ciudad; los de Aristóbulo, inferiores en número, se habían refugiado en el templo, aprovechando la seguridad de sus murallas y sus defensas naturales, en forma de barrancos y precipicios. Una vez allí, destruyeron el único puente que lo unía al resto de la ciudad.
Ahora, tres meses después de que empezara el asedio, el trabajo incesante de los arietes empieza a dar sus frutos: en algunos tramos de la muralla se ven grietas que corren hacia lo alto, y algunos de los sillares amenazan con desprenderse. Los soldados se turnan en las torres de asedio, que tanto esfuerzo costó trasladar hasta la base de las murallas. Para ello fue necesario recubrir con todo tipo de materiales el barranco que las antecedía, y convertirlo así en un llano por el que pudieran deslizarse las enormes construcciones de madera.
Ante la inminencia de la batalla, la legión de Fausto Cornelio Sila ha sido desplegada frente al muro. Formados en perfectas centurias tras los estandartes, los legionarios esperan pacientes el desmoronamiento del muro y la orden de entrar en acción. Tras ellos, la variada amalgama que forman las tropas de Hircano y de Antípater, asombrados ante la férrea disciplina que muestran los romanos bajo el sol de Judea.

Se oye un estruendo. Uno de los lienzos de la muralla se ha desplomado con estrépito, desplazando en su caída una de las torres de asedio, que resiste el embate.
―¡Adelante! ¡Corred!
A las órdenes de los centuriones, los soldados se encaraman a las piedras desprendidas y escalan con ligereza la pendiente, sin que parezca importarles el peso de los escudos y de las armas. Lo que encuentran al otro lado es un amplio espacio por el que corren, confusos, los defensores del templo. Más que una batalla, la jornada de hoy va a ser una persecución del enemigo, y una matanza.

Pasadas unas horas, el general en jefe de los romanos se apresta a cruzar la muralla. Los soldados han retirado gran parte de los escombros, de modo que el trayecto es ahora más cómodo para quien lo transite. Acompañan a Pompeyo sus principales legados y consejeros, que forman un compacto grupo tras él. Cierra la comitiva Hircano, el aspirante a rey, que durante los largos días de asedio no ha hecho sino buscar la cercanía de Pompeyo para instruirlo en las costumbres de los judíos y hablarle encarecidamente del templo: "al cruzar el muro nos encontraremos con el Patio de los Gentiles, al que tienen acceso incluso los que no son judíos; luego, separado del resto por un muro, tenemos el Patio de los Israelitas, espacio reservado a los judíos; a continuación, el Patio de los Sacerdotes, donde ni siquiera los levitas tienen permitido el acceso; por último, el templo propiamente dicho, el santuario de la religión judía, al que solo entran unos pocos sacerdotes en momentos puntuales, para cuidar del candelabro, la mesa para el pan y el incensario. Pero hay un lugar aún más sagrado en el templo, separado del resto por una cortina. El sumo sacerdote es el único que puede cruzar ese confín, y eso ocurre tan solo un día al año, el que llamamos de la Expiación. Es el lugar más sagrado e inviolable para los judíos".
Caminando al lado de Hircano está Antípater, el idumeo, que vino a Jerusalén acompañado de . Entre ellos Herodes, que a su tierna edad empieza a habituarse a la guerra.
Al cruzar la muralla derruida, Pompeyo y sus acompañantes contemplan un espectáculo de sangre y de muerte. Los cadáveres de los defensores se amontonan a lo largo y ancho de la explanada, no solo en el Patio de los Gentiles, sino también en el de los Israelitas.
Fausto Cornelio Sila, que parece un soldado más con su espada recién enfundada, sale al encuentro de Pompeyo.
―Ave, general.
―Ave, Cornelio ―le dice en tono afectuoso, al tiempo que lo abraza―. Has hecho un trabajo perfecto, serás condecorado como mereces.
Pompeyo y sus acompañantes continúan avanzando. En el Patio de los Sacerdotes encuentran hogueras que aún humean con los sacrificios; no cabe duda de que los sacerdotes llevaron a cabo sus ritos hasta el último momento, y que perecieron al pie de los altares sin ofrecer resistencia.
Caminando a paso lento, alcanzan por fin la parte central del recinto. Ante ellos se muestra ahora en todo su esplendor el edificio del templo, con los doce escalones que le dan acceso. Un grupo de soldados romanos, al mando de un centurión, hacen guardia en el lugar.
―Centurión, ¿ha entrado alguien en el templo? ―pregunta Pompeyo desde la base de la escalinata.
―No, general. No ha entrado nadie.
―¿Lo ves, Hircano?
El hasmoneo respira aliviado. "Al menos se ha salvado el santuario", se dice a sí mismo.
―Vamos.
―Vamos, ¿dónde?
―Al templo.
Pompeyo, seguido de sus legados, asciende los doce peldaños. Hircano querría protestar airadamente, pero no le quedan fuerzas. Permanece inmóvil junto a los demás judíos, observando alarmado cómo Pompeyo y sus hombres cruzan el umbral.

El templo es un lugar oscuro. La única luz natural que lo ilumina procede de la entrada, que siempre está abierta, pero esa luz se desvanece a medida que uno penetra en el interior . El candelabro de oro, con sus pequeñas llamas siempre encendidas, es lo único que permite guiarse en la parte central del santuario. Pompeyo observa la mesa para el pan y el incensario, sin tocarlos. Se acerca al candelabro, con cuidado de que el aire que producen sus movimientos no extinga la llama. Al fondo de la nave, apenas visible en la tenue luz, se intuye la gran cortina que divide el templo; tras ella, el lugar más sagrado e invisible para los judíos. Sin pensárselo dos veces, el general romano se dirige hacia la cortina y, tras agarrarla por uno de sus extremos y tirar de ella con fuerza, penetra en el lugar, que no es otra cosa que un espacio vacío. Un espacio dominado por el silencio y la oscuridad.

Tras la corta espera, que a Hircano se le ha hecho interminable, Pompeyo reaparece a las puertas del templo.
―No te preocupes, Hircano, todo está en su sitio. Ni siquiera he tocado el candelabro de oro.
Pompeyo, sonriente, desciende la escalera. Lo flanquean sus subordinados, no menos orgullosos y sonrientes.
―Todo ha vuelto al orden, podéis proceder a purificar el templo y sus altares. La tarea te corresponde a ti, Hircano, que eres a partir de hoy el sumo sacerdote de los judíos. Y también el gobernante de esta tierra, en nombre de Roma.
El rostro de Hircano no refleja ningún atisbo de satisfacción a pesar de los honores que se le han concedido. A su lado, Antípater apenas disimula su sonrisa.
―Y no te olvides de lo más importante ―añade Pompeyo antes de alejarse del lugar acompañado de sus lugartenientes―: pagar el tributo a Roma.

© Tadeus Calinca, 2020.
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- Nota bibliográfica: Julio Josefo. La guerra de los judíos, I, 120-158.