Autor: Tadeus Calinca
Pelusio (Egipto), año 48 a.e.c.
Basta un ligero oleaje para que el
cuerpo descabezado parezca posarse sobre la arena y luego, rítmicamente, ser
devuelto a las aguas. Basta la luz de la luna, entre nubes, para que la espalda y los brazos
del cadáver adquieran un resplandor blanco en la oscuridad.
Cordo se
atreve por fin a salir de su escondrijo. Hace horas que los asesinos dejaron el
lugar con la cabeza de su víctima ensartada en una lanza; era su regalo para el
joven rey. Cordo corre hacia las olas, mete los pies en el agua aún fría y
agarra el cuerpo flotante para arrastrarlo a la orilla. Los jadeos por el
esfuerzo se mezclan con las lágrimas, pero no hay tiempo que perder en
lamentos. Ha decidido rendir honras fúnebres a estos restos náufragos ahora
varados en la arena. Hay en el lugar matorrales secos y hojarasca, también los
restos medio podridos de lo que en su día fue una balsa. Apilando todo ello en
la parte seca de la playa va formando una solitaria pira funeraria, adonde arrastra
con denuedo el pesado cuerpo del difunto.
Ocurre que
para encender una hoguera hace falta fuego. Cordo asciende a lo alto de un roquedal
y observa, a lo lejos, unos puntos de luz en medio de la noche. Irá hacia
ellos, insomne.
Irrumpe en la hondonada como un ladrón
de tumbas. Mira a un lado y a otro, distingue unos bultos que podrían ser
personas envueltas en mantas, adormiladas, y que ahora mismo se deben preguntar quién
es ese ser de otro mundo que se acerca a la pira aún ardiente, rebusca entre
las llamas y se guarda en el regazo unos listones encendidos. ¿A dónde va con
ese fuego? ¿Qué oscuro rito pretende llevar a cabo con la madera sucia de vísceras?
Cruza el
descampado una sombra iluminada. Se va de allí a toda prisa, dejando chispas de
fuego en su camino.
Cordo acerca la lumbre a la hojarasca y esta prende de inmediato. El calor del sol naciente irá resecando los vericuetos
de la leña, acrecentando de ese modo el propio fuego, que ya crepita. Su mente
cansada divaga sobre las cenizas futuras, imaginando de qué manera podrá transportarlas
a la ciudad. Unas horas después, la luz del día le devuelve la pobreza de su pira, donde hay pocas cenizas que recoger, más bien un cuerpo medio consumido entre
maderas negras. No queda tiempo para una segunda hoguera, así que Cordo hunde
las cenizas en la arena y luego hace un hoyo más grande en el que depositar el
resto del cuerpo. Lo cubre con cuidado. Pone, sobre la arena removida, una
losa de tonos claros a modo de lápida.
Se ha
reservado, eso sí, un puñado de cenizas. Con ellas irá a Alejandría en busca
del tirano, se postrará ante él, le implorará una señal de clemencia: quizá César
haya decidido compadecerse de su antiguo enemigo, horrorizado por el regalo de
muerte que le han traído los soldados; en esa tenue esperanza cifra su
salvación. ¿Qué otra cosa le queda en las orillas del odio?
Falta un detalle, piensa Cordo. Entre los restos de la
hoguera encuentra unos carbones, y con ellos en la mano se acerca a la losa que marca la sepultura. Arrodillado frente a ella, empieza a escribir un breve epitafio de letras desiguales.
Ceniza negra
sobre la piedra.
'Hic situs est
magnus'.
'Magnus', el
grande.
Pompeyo.
© Tadeus
Calinca, 2019.
Todos los derechos reservados.
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Nota: relato basado principalmente
en Lucano, Farsalia (VIII, 442-872) .
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