ALEJANDRÍA
Autor: Tadeus Calinca
Octubre de 48 a.e.c.
No hay nada en esta ciudad que sea
pequeño. No lo es su muralla, ni la Puerta Canopea, tampoco la majestuosa
avenida que se entrevé más allá del umbral. Cordo, situado a cierta distancia, espera
el momento oportuno para atreverse a cruzar al interior de Alejandría. Por
desgracia para él, la puerta está fuertemente custodiada, y los soldados que
hacen guardia no son de Julio César, cuya presencia en la ciudad está
confirmada desde hace días, sino del rey Ptolomeo. No le importaría entregarse
a los primeros, aunque se lo llevaran preso; en cambio, caer en manos de los
del rey sería su muerte inmediata.
―¿Quién eres?
¿A dónde vas?
A pesar de
todos sus intentos por no levantar sospechas, Cordo no ha podido impedir que
uno de los soldados se haya situado frente a él cortándole el paso. Quizá sea
por sus ropas harapientas, que lo hacen destacar entre la muchedumbre que en estos
momentos cruza la puerta, o por el largo espacio de tiempo que ha permanecido
en las inmediaciones, dubitativo.
―¿No me oyes?
¿Qué te trae a la ciudad?
Un segundo
soldado se acerca al primero, con ánimo no menos hostil. No lejos de allí,
alineados en un lateral de la puerta, el resto de la unidad observa la escena
sin especial atención.
―¿Quién eres?
―Tengo que
entrar en Alejandría. Llevo un importante mensaje para César.
Los soldados, sorprendidos,
intercambian unas breves palabras entre ellos, pero esas palabras no son en
griego, como cabría esperar, sino en latín. Ahora el sorprendido es Cordo.
«Deben de ser gabinianos», se dice a sí mismo, repasando en su memoria lo que
recuerda de ellos. «Vinieron con Aulo Gabinio, cuando este entronó a Ptolomeo
Auletes. Llevan años entre los egipcios; dicen que se han adaptado a sus
costumbres, y que no se distinguen ya del resto de tropas».
―¿Sois
romanos? Yo también lo soy ―dice, sin saber muy bien por qué lo dice.
Sus palabras no
encuentran respuesta alguna, ni el más leve gesto de simpatía.
―Necesito
ayuda, debo acudir a donde está César.
―¡Apresadlo! ―ordena
el primer soldado, en perfecto griego.
Sus compañeros
responden de inmediato y se abalanzan sobre el cuerpo desharrapado, macilento y
cansado de Cordo, que a pesar de todo logra zafarse del primer soldado que
intenta atraparlo y acto seguido se escurre ágilmente entre la masa de transeúntes, bestias y mercancías hasta que por
fin consigue adentrarse en la gran ciudad, que parece acogerlo en su gran eco
de mármol. A pesar de no tener apenas fuerzas, corre como si las tuviera. Se mete
en callejones, vuelve a la vía principal y luego se pierde entre los vericuetos
de un denso jardín, donde retoma el resuello. Ve, a lo lejos, un pequeño grupo
de soldados que, por sus vestimentas, parecen romanos. Se acerca a ellos. «Sí,
lo son», se dice mientras acelera el ritmo de su carrera.
―¡Ave!
¡Escuchadme! Necesito ayuda.
Nada más
alcanzarlos, se desploma exhausto a sus pies.
―Soy Cordo,
Cneo Licinio Cordo, cuestor, antiguo tribuno de la tercera, necesito ayuda…
Tengo que hablar con César, le traigo un importante mensaje, llevadme junto a
él, por favor… Soy Cordo, cuestor de Roma, fui soldado de Craso, de Casio
Longino… ayudadme…
Cordo despierta sobre un cómodo montón
de paja. Es de día, pero no sabe bien de cuál. Se oyen pasos al otro lado de la
puerta, y luego el quejumbroso sonido del cerrojo que la libera. Un soldado,
sumido en el silencio, porta en su mano un trozo de pan y un ánfora.
―¿Dónde estoy?
―pregunta Cordo entre bostezos, poco habituado aún al estado de vigilia y a las
dimensiones del angosto lugar.
El soldado que
hace las veces de guardián deposita en el suelo la comida y se dispone a salir
de la celda sin inmutarse.
―¿Cuándo podré
hablar con César? ¿Lo sabes?
―Más tarde
vendrá el tribuno ―dice el guardián, sin levantar la vista del suelo ni variar
su rutina―. Podrás preguntárselo a él.
―Gracias. Soy
Cordo. ¿Cómo te llamas?
El soldado, ya
fuera de la celda, cierra tras de sí la puerta accionando con firmeza el
laberinto sonoro del cerrojo.
―Gracias por
la comida ―dice Cordo, a media voz.
A pesar de
todo, no puede quejarse. Tiene un rincón en el que descansar y un poco de
comida con la que capear su hambre de días. Y lo más importante: ha conseguido
huir de los gabinianos. AL fin y al cabo, fue uno de ellos quien dio muerte a
Pompeyo. Hace apenas una semana de aquel suceso, por muy remoto que le parezca ahora.
Pompeyo aceptó bajarse de la trirreme y subirse a la pequeña barca de pesca
donde lo aguardaban, con palabras amables, los hombres del rey. No tardó en
reconocer a uno de ellos: «Tú eres Lucio Septimio, serviste a mis órdenes como
tribuno», le dijo, mientras le ponía la mano derecha en el hombro. «No me he
olvidado de ti, a pesar de los años». Momentos después, ese mismo Septimio,
antiguo soldado de Pompeyo, le asestaba un golpe mortal con su espada. Cordo
pudo escabullirse de los asesinos, y no encontró mejor manera de salvar el
pescuezo que zambullirse en el agua y nadar bien lejos, hasta encontrar
refugio.
Una luz vespertina impera en la celda
cuando Cordo vuelve a despertar de su letargo en este lugar tomado por el
silencio. Aún no ha llegado el tribuno, así que puede perder la mirada en el
techo y disfrutar del insólito sosiego. Su mente se va a aquella villa
campestre rodeada de juncos y ribazos, se va a la piel de Acte que por fin pudo
tocar, a los labios de la joven judía que cerraba los ojos, y él perdido en
aquella pausa que acrecentaba su peligro pero que había que vivir para luego
atesorarla. Es ahora él quien cierra los ojos, y es la penumbra de su cárcel la
que le ayuda a comprender mejor otras cárceles, y recordar la luz del sol, y el
cuerpo palpitante, limpio, lleno de luz, fugaz, de Acte.
© Tadeus
Calinca, 2020.
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derechos reservados.
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