EL REY DE CHIPRE - Relato histórico

Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

EL REY DE CHIPRE

Autor: Tadeus Calinca

Rodas, mayo de 58 a.e.c.

Si no fuera por los lictores que lo anteceden portando los fasces, los habitantes de Rodas pensarían que este romano que camina ante ellos descalzo y sin llevar puesta una túnica bajo la toga no es más que uno de tantos vagabundos que merodean por el ágora pidiendo limosna. Pero es Marco Porcio Catón, senador de Roma, que ha decidido pasar un tiempo en Rodas antes de emprender la misión que le ha sido asignada en Oriente. Los rodios lo ven pasar asombrados; los niños lo señalan con el dedo y sonríen tocados por la luz. Poco le importa a Catón lo que piense de él el populacho. Ya en Roma lo tildan de extravagante, pero al mismo tiempo admiran su devoción por las viejas costumbres. Dice Catón que los antiguos romanos iban descalzos y no vestían nada más que la toga, y es por eso que ha decidido imitarlos, aunque nadie sepa muy bien de dónde ha sacado esas ideas.
Andando a paso ligero, Catón y su comitiva alcanzan la zona portuaria, en cuyo lado de levante se halla la amplia explanada de tierra donde acude cada mañana a ejercitarse. Algunos lo llaman el 'campo del Coloso', pues no lejos de allí se erguía antiguamente la célebre estatua, destruida por un cataclismo. Sobre una plataforma de piedra se perciben aún, como sombras rojizas, trazos de bronce herrumbroso.
Un hombre joven, vestido a la manera romana, les sale al encuentro.
―Ave, Marco Porcio.
―Ave, Nerio ―contesta Catón, que le dedica la misma mirada altiva y desdeñosa que parece adornar perpetuamente su rostro. Poco importan los muchos años de servicio que le ha dedicado Nerio, ahora liberto, y que durante este tiempo se haya convertido, poco a poco, en su colaborador más cercano.
―Se diría que has venido hasta aquí corriendo ―añade Catón, con su voz cadenciosa―. ¿Qué noticias traes que merecen tanta prisa?
―Ha llegado a la ciudad un emisario del rey Ptolomeo. Trae un mensaje para ti.
―¿Qué quiere ahora el rey de Chipre?
―No es el rey de Chipre, sino su hermano, Ptolomeo Auletes.
―¿Ptolomeo, el rey de Egipto? ¿Estás seguro?
―No cabe duda. El documento lleva el sello real de Alejandría.
―¿Dónde está el mensajero?
―Nos espera en tu residencia.
―Está bien. Lo recibiré cuando haya terminado mis ejercicios matinales y mis lavativas.
―A tus órdenes.
Nerio da media vuelta y se encamina, esta vez sin prisas, hacia el otro extremo de la ciudad, donde Catón ha fijado su residencia. Caminando con lentitud podrá apreciar las altas columnas de pórticos y templos, y sobre todo las estatuas, creadas en la propia Rodas, que han servido de modelo a tantas otras que adornan atrios y jardines en Roma. Ya le gustaría poseer una de esas villas, y conversar, a la sombra de los árboles, con la esposa e hijos que no tiene.

Horas más tarde, Catón recibe al mensajero del rey.
―¿Y bien? ―dice sin más, en espera de que el encuentro se resuelva de manera breve.
―Vengo en nombre del rey Ptolomeo de Egipto, llamado también Filopátor, y…
―Ahórrate los títulos. Ve al grano.
―Perdón ―susurra el mensajero, obligado a rehacer su intervención―. El rey ha venido a la isla de Rodas con una pequeña flota de tres barcos. Te espera en la ciudad de Lindos, donde quiere conversar contigo.
Catón no puede ocultar su sorpresa, y tampoco oculta la mirada cómplice que dirige a Nerio, su ayudante.
―¿El rey de Egipto ha dejado Alejandría?
―Así es. En esta carta te explica las circunstancias ―dice, extendiéndole un papiro elegantemente sellado, que Catón lee con rapidez. En él se confirma lo que hasta ahora no era más que un rumor: los tumultos de Alejandría que han obligado a Ptolomeo a huir de su reino.
―Dile al rey que si quiere hablar conmigo tendrá que venir a la ciudad de Rodas. Puedes retirarte.


Pafos (Chipre).

Publio Canidio y sus hombres esperan a las puertas del palacio, desarmados e indefensos ante los soldados del rey, que ahora los miran en calma, pero que no dudarían en atacarlos con sus espadas si así lo ordenara su comandante. Un arduo silencio impera en la mañana, aún húmeda. En la lejanía se vislumbra el Monte Olimpo; detrás de ellos el mar, recurso último del que huye.
―Podéis pasar ―dice por fin el eunuco.
En el interior del palacio los recibe un hombre triste, cabizbajo. Solo sus ropajes bordados en oro y su regia diadema lo distinguen como rey.
―Ave, Ptolomeo. Te saluda Publio Canidio, en nombre de Marco Porcio Catón, que ha sido enviado por el Senado de Roma para aplicar en tus dominios lo que establece la ley Clodia.
Canidio le extiende un rollo de papiro, al que siguen, según va hablando, un sinfín de documentos.
―Aquí los decretos del Senado, y los precedentes legales tal como los expuso Clodio Pulcro, tribuno de la plebe.
―¿Qué quieres decir con todo esto? Habla claro.
―Catón me ha pedido que te lea una carta.
―Léela.
Canidio extrae de la bolsa el último papiro que quedaba en ella. Lo sostiene con manos temblorosas. Lo lee con una voz que quiere ser firme pero que denota temor.
―"Yo, Marco Porcio Catón, enviado a Chipre pro quaestore pro praetore, investido de las insignias pretorianas por el Senado a instancia del tribuno Clodio…
Una pausa para tragar saliva. Canidio maldice haber aprendido tan bien la lengua griega, una habilidad que lo convirtió en candidato ideal para esta misión.
―… así pues, en cumplimiento de todas las estipulaciones y los decretos anteriormente referidos, te depongo como rey de Chipre, y te ordeno que pongas a disposición de mis subordinados las riquezas de tu reino. En cuanto a ti, Ptolomeo, hijo de Ptolomeo Sóter, decreto lo siguiente: permanecerás en la isla de Chipre, y a tal efecto te nombro sacerdote del templo de Afrodita, en Pafos, dotado de amplias posesiones y considerables ingresos. Es este un santuario de gran fama, fundado según dicen por el arcadio Agapenor, que escogió este lugar por ser aquí donde la diosa Afrodita surgió de la espuma marina, de ahí que la llamen Afrogeneia, y fue en las arenas de Pafos donde le pusieron la corona de oro y las vestimentas divinas, y desde entonces la veneran los griegos, que acuden a la isla desde toda la ecúmene…
Canidio levanta la vista del papiro antes de seguir con el farragoso párrafo, avergonzado ante este patético intento de poesía dirigida a un hombre que ahora mismo está abatido en su trono. Al mismo tiempo, empieza a albergar cierta esperanza de salvación: intuye que el rey Ptolomeo no hará nada contra él, pues no queda fuerza alguna en su persona.


Rodas.

Ptolomeo, rey de Egipto, se mueve de manera nerviosa mientras habla. Le preocupa su futuro; le preocupa también el de su hermano Ptolomeo, cuyo destino le acaba de ser desvelado. Tiene delante a este hombre de aspecto estrambótico y mirada orgullosa, que en ningún momento se ha levantado de su silla curul ni le ha dirigido el más leve gesto de amabilidad.
―Como he dicho, tu hermano recibirá un trato favorable ―recapitula Catón, cansado ya de una conversación que le parece innecesaria―. En cuanto a los bienes de su reino, he enviado a Canidio a hacerse cargo de ellos. Más adelante se le unirá mi sobrino Bruto, ahora en Panfilia convaleciente de una enfermedad. Por último, acudiré en persona a Chipre para asumir su gobierno en nombre del Senado.
Catón podría extenderse en su monólogo, añadir que en menos de año y medio estará de vuelta en Roma, y que entonces podrá seguir siendo el azote de César, de Craso, de Pompeyo y de todos aquellos que él considera los enemigos de Roma, porque él es el símbolo perfecto de las antiguas costumbres y de la perfección moral de los ancestros, y podría hablar así durante horas, como suele hacer en el Senado, pero ahora está en una isla griega y tiene ante él a un rey errante que seguramente no está interesado en la retahíla eterna de sus argumentos.
―He decidido continuar viaje a Roma ―le dice Ptolomeo, atreviéndose a interrumpirlo.
―¿A qué vas allí? ¿Por qué no vuelves a Egipto a luchar por lo que es tuyo?
―No puedo hacerlo sin la ayuda de Roma.
―Has gastado importantes sumas de dinero para ganarte el favor de Pompeyo y los otros, unas riquezas que han escapado de Egipto. De ese modo no has hecho más que empobrecer a tus súbditos y provocar sus protestas.
―¿Qué otra cosa podía hacer?
―Consideras amigos a aquellos a los que has sobornado, y ahora vas a Roma a recordarles su parte del trato. ¿Es así?
―No quiero que me ocurra como a mi hermano.
―Yo puedo impedirlo.
―¿Cómo?
―Te puedo acompañar a Alejandría y colaborar contigo para que recuperes tu dignidad.
―¿Y cómo lo harás, desterrándome en un templo como has hecho con mi hermano?
El exabrupto de Ptolomeo crea una breve pausa, tras la cual emerge Catón con la misma parsimonia de antes.
―Veo que no te interesa mi oferta. Haz lo que quieras.
El rey de Egipto detiene sus pasos, pensativo.
―Debo meditarlo ―dice, mirando al exterior a través de la ventana.
―Tienes tiempo.
Allá fuera, en los rosedales del peristilo, deambula con gracia su hija pequeña, que le ha acompañado en su viaje a Rodas. Se llama Cleopatra, como tantas otras mujeres de su estirpe. Catón le dedicó apenas un vistazo cuando acudió a su presencia en compañía de su padre. «¿Por qué viaja  con ella?», se preguntó entonces, y se sigue preguntando ahora. Quizá quiera casarla con algún noble romano, una idea absurda a la que él se opondrá en defensa de los valores eternos de la República. Pero lo más probable es que quiera protegerla de su hermana Berenice, que detenta ahora el poder en Alejandría. Tiene otros dos hermanos llamados Ptolomeo, y seguramente uno de ellos le será destinado como esposo, según la extraña costumbre de los alejandrinos.
―No sé qué debo hacer, Catón.
―De ti depende ―le responde este, taxativo―. Por lo demás, queda concluida la reunión. Buenas tardes.
Catón se levanta por fin del asiento y se dirige con presteza a sus  estancias privadas.
Atrás queda, sobre el mármol, el rastro húmedo de sus pisadas.


Pafos (Chipre).

Pasan los días y no llega respuesta de Ptolomeo. A Canidio no le queda más remedio que volver al palacio y elevar el tono de sus palabras.
Será en vano.
Las negras cortinas de la entrada dejan un mensaje claro. También los llantos apagados y el humo exiguo del incienso.
Ptolomeo, durante años rey de Chipre, ha preferido morir.


© Tadeus Calinca, 2020.
Todos los derechos reservados.
Nota bibliográfica:
- Drogula, Fred K. (2019). Cato the Younger. OUP.
- Plutarco. Catón el Menor; Bruto.