ARSÍNOE
Autor: Tadeus Calinca
Alejandría, octubre de 48 a.e.c.
Julio César ve, a lo lejos, las
figuras poco disimuladas de los soldados del rey, que parecen vigilarlo tras
los pretiles. Al menos hoy la ciudad de Alejandría está tranquila; no se oyen
los gritos e improperios de hace unos días, cuando puso pie en el puerto y tuvo
que abrirse camino entre empujones. "¡Dejad paso al amigo de los
egipcios!", decían en vano los tribunos, "¡Dejad paso a César!".
Cuando llegó al palacio lo obsequiaron con lisonjas falsas y un baño tibio. Los
oficiales fueron hospedados en estancias de un lujo desconocido para ellos; los
soldados, aún mareados por la navegación, en amplios barracones. Fue así como
el palacio real y sus edificios aledaños quedaron en manos de César; el resto
de la ciudad, ajeno a su poder, se extendía como una lúgubre amenaza en
dirección a las murallas. Aquel mismo día, por la tarde, recibió a los
emisarios del rey. "Disculpa su ausencia", dijeron mientras
inclinaban la cabeza, "el joven Ptolomeo viene ya de Pelusio, donde ha
dejado el ejército. Dentro de pocos días llegará a la ciudad".
―Te hemos
traído algo ―añadió Potino, el único de ellos cuyo nombre valía la pena
conocer.
Le mostraron
una cesta de mimbre, sostenida con cuidado por un par de soldados.
―Mira adentro.
César abrió la
tapa de la cesta y vio en su interior una cabeza humana, casi irreconocible por
su color mortecino y por los efectos del embalsamamiento.
―Esto también
es para ti ―le dijo el propio Potino mientras le dejaba en la palma de la mano
un sello de oro decorado con tres coronas victoriosas. César lo reconoció al
instante.
―¿Quién ha
hecho esto? ¿Quién mandó asesinar a un general de Roma?
―Pompeyo era
tu enemigo, ¿lo has olvidado?
César contuvo
su ira, mezclada de alegría; a duras penas reprimió las lágrimas, que eran
también de alivio.
―Cuando venga
el rey le exigiré una explicación ―dijo por fin, transitando entre la realidad
y la ficción―. Podéis iros.
Potino echó un
último vistazo a la figura ambigua de César; le hubiera gustado detenerse
largamente a estudiarlo, a comprenderlo, como se estudia a alguien que puede
ser, bien pronto, tu enemigo.
―Tus palabras
son órdenes, estimado cónsul.
César, absorto
en sus pensamientos, apenas escuchó la última frase. "Al menos tengo algo
que enviarle a Cornelia, su viuda", se dijo a sí mismo mientras miraba,
aún perplejo, el sello de oro.
―Ave.
El saludo del
joven tribuno, que se acerca ahora a César con pasos comedidos, lo devuelve al
momento presente.
―Ave, Balbo.
¿Qué noticias traes?
―El rey
Ptolomeo se aproxima a la ciudad. Lo han anunciado unos soldados de caballería
que se han adelantado a su comitiva.
―¿Cuánto
tardará en llegar?
―Está a una
jornada de camino.
Es poco tiempo
para César, que espera aún la llegada de refuerzos que le permitan afianzar sus
posiciones, poco tiempo para asegurar los suministros. Por suerte, sus soldados
custodian la flota alejandrina, que está anclada en el sector de la ciudad que han
tomado en posesión. Gracias a ello, la escuadra de César, comandada por Tiberio
Claudio Nerón, navega sin dificultad.
―¿Alguna
noticia de Cleopatra?
―Ninguna.
Hemos enviado emisarios con tu mensaje, como ordenaste.
El plan de
César es sencillo: apaciguar a Cleopatra y Ptolomeo, que llevan más de un año
enfrentados a pesar de ser hermanos, ponerlos a la cabeza del reino, tal como
dejó estipulado el anterior rey, Ptolomeo Auletes, padre de ambos, y sellar el
pacto mediante una solemne ceremonia en la que hermano y hermana, siguiendo la
costumbre alejandrina, se conviertan además en marido y mujer.
―¿El ejército
del rey sigue en Pelusio, como prometió?
―Según
nuestros informadores, el rey viene a Alejandría acompañado tan solo de una
reducida fuerza militar. El grueso de su ejército permanece en Pelusio, al
mando de Aquilas.
―Mejor así.
Necesita con
urgencia soldados, armas, provisiones, pero al mismo tiempo deberá dar
impresión de seguridad, mostrarse como el amigo romano que velará por la paz en
Egipto, equidistante entre hermano y hermana, sellando su alianza bajo el yugo,
casi invisible, de Roma.
―¿Alguna cosa
más? ―pregunta César, que vuelve a mirar a lo lejos y cree adivinar la mirada
atenta de los soldados del rey; algunos de ellos, como bien sabe, son antiguos
legionarios romanos, dejados en la ciudad por Gabinio; menos fiables, más
peligrosos que los propios soldados alejandrinos.
―Ayer llegó a
la ciudad un soldado de Pompeyo. Era cuestor en su ejército.
―¿Qué hacía en
Egipto?
―Según dice, acompañaba
a Pompeyo cuando este fue asesinado por los alejandrinos. Vino a la ciudad porque
quería contártelo en persona.
―¿Cómo se
llama?
―Cordo.
Licinio Cordo.
―No lo
conozco. ¿Es familia de Licinio Craso?
―No lo
sabemos, pero lo cierto es que estuvo en su ejército en el desastre de Carras.
Tras la muerte del general, sirvió a las órdenes de Casio Longino hasta que
este volvió a Roma. En Farsalia era cuestor de Pompeyo.
César se queda
pensativo. Tiene que ordenar en su mente las antiguas batallas y las recientes,
recordar la trayectoria de los principales generales: antiguos aliados que son
ahora enemigos o antiguos rivales que perecieron en combate. ¿Quién es este
Cordo? ¿A quién debe su carrera? ¿De quién es amigo o enemigo? Lo sabrá pronto.
―Ave, César ―dice
un soldado que acaba de irrumpir, visiblemente nervioso, en el lugar.
―Ave. ¿A qué
se deben tantas prisas?
―Traigo
noticias importantes.
―Habla.
―Ha llegado
una nave al puerto, una nave de los alejandrinos. En ella venía Cleopatra, la
hermana del rey.
―¿Cleopatra?
―Así es.
―¿Lo sabe su
hermano?
―Dice que ha
venido por voluntad propia, sin informar de ello a Ptolomeo.
César dirige
la mirada al joven Balbo, al que momentos atrás detallaba su perfecta
estrategia para Egipto, esa alianza casi divina entre hermano y hermana que le
permitiría regresar a Roma con un nuevo territorio en paz, fiel a su causa,
pero la llegada prematura de Cleopatra amenaza con romper todo equilibrio.
―¿Qué hacemos?
―pregunta Balbo.
―Dejadla
entrar en el palacio.
No tiene
sentido mostrarse hostil, tampoco puede ocultarse una noticia que en estos
momentos, a buen seguro, estará extendiéndose por la ciudad y que no tardará en
llegar a oídos del propio rey.
―Podéis
marchar.
César, una vez
solo, cree escuchar en la lejanía espontáneos gritos y soflamas, pero no es fácil
averiguar si son a favor o en contra de Cleopatra. Por las calles de la ciudad
corren ya los rumores, de eso está seguro: esta noche la hija de Ptolomeo
dormirá en Alejandría, en algún rincón del inmenso palacio, bajo el mismo techo
que Julio César.
Cleopatra no
ha llegado sola. La acompaña su hermana menor, Arsínoe, que ahora mismo corre hacia
sus aposentos, llena de ansia. La siguen sus sirvientas, y también Ganimedes,
el eunuco, que no pueden alcanzarla. Arsínoe abre la puerta de encina, va a las
ventanas y las abre una detrás de otra, se detiene en medio de los mosaicos,
ahogada entre convulsiones; se dirige a sus servidores, les dice con voz rota
que quiere estar a solas; le contesta Ganimedes, su instructor, su consejero, y
ella le grita que se calle, que se vaya a otro lugar, que se vayan todos; una
vez sola se lanza al lecho y llora de rabia, llora también de alegría por dejar
atrás el olor a mar y mugre de la nave, la enorme masa del agua gris amenazante
y sobre todo la compañía de su hermana Cleopatra que no atendía a razón, que
hizo la singladura sin escuchar a nadie más que a sí misma; llora con rabia,
echada tristemente sobre el lecho, triste por un largo año sin rumbo, por no
saber a dónde va su vida, por sus dieciséis años, que le parecen ahora un
tiempo perdido, por haber vuelto al que era su hogar, ocupado ahora por un
intruso, por sentir tanto peligro, tanto miedo a la muerte.
© Tadeus
Calinca, 2020.
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