GUDRID
Autor: Tadeus Calinca
Vinland (América del Norte), año 1005.
1.
Aquella mañana fría, casi de invierno,
los nativos volvieron a aparecer en nuestro campamento. Unos meses atrás se habían
acercado tímidamente a las casas y al fondeadero, donde miraron con asombro las
proas que adornaban los barcos y sus enrevesadas formas de dragón. Venían
cargados con pieles de marta y otros animales, con las que pretendían hacer
trueque; estaban interesados sobre todo en nuestros tejidos de lana, que
llegaban a cortar en pequeños trozos para poder quedarse con su parte, y
también en las hachas y otras armas, cuyo intercambio les fue vedado.
Escucharon asustados el mugido de un toro, que debía ser para ellos una bestia
monstruosa; se acercaron a él con miedo y le dieron hierba fresca, bien atentos
a sus resoplidos y sus cabezadas. Caminaron entre las casas, tocaron los
hierros y los escudos, y con la misma lentitud con la que aparecieron volvieron
a esfumarse en el bosque.
Llevábamos poco
tiempo en estas tierras, que eran las que Leif Eriksson había descubierto en su
día. Nunca habíamos visto bosques tan frondosos, ni habíamos conocido tanta variedad
de animales y plantas, incluida una, tan silvestre como las otras, a la que
llamábamos viña. Nos alimentamos de esas plantas, y también de un rorcual
varado en la playa.
Pensábamos que
los nativos no volverían después de tanto tiempo, pero allí estaban de nuevo.
Thorfinn y los demás hombres corrieron a las armas para formar de inmediato una
línea defensiva. "¡Han vuelto los Skraelings!", decían. 'Los
extranjeros, los bárbaros'… No me gustaban esas palabras. ¿Cómo iban a ser
extraños en su propia tierra? ¿No lo seríamos nosotros?
Mi sirvienta Iva fue la primera en
verla.
―¡Es un
espectro, mira! ―gritó, señalando a la entrada―. Gudrid, protege a Snorri. ¡Ha
entrado la sombra de un muerto!
Caminando
hacia atrás, sin perder de vista a la recién llegada, Iva entró en la sala
principal para esconderse. La encontramos horas después en un rincón de la
despensa, temblando de miedo.
Yo estaba
sentada junto a la cuna de Snorri, vigilando su sueño. Desde allí contemplé a
esa mujer de baja estatura y vestimenta extraña que a mi sirvienta le había
parecido un fantasma, y ciertamente lo parecía, con la cabeza enfundada en un
tocado terminado en punta que se extendía por los hombros y la espalda, y su
rostro hundido y pálido en el que asomaban dos ojos que eran como lunas llenas.
La mujer se acercó a paso lento. Iba diciendo palabras que no lograba entender,
se llevaba la mano al pecho y repetía un vocablo que debía ser su nombre. Yo la
invité a acercarse, le dije que no tuviera miedo, o al menos se lo indiqué con
un gesto.
― Ek heiti
Guðríður, ok þu? ―repitió ella, haciéndose eco de mis palabras.
La mujer se
acercó al banco que yo ocupaba y tomó asiento. Entonces vi con claridad que no
era una sombra venida de otro mundo sino una persona de cuerpo real que me
miraba a los ojos. Debajo de la caperuza asomaba el cabello ensortijado en
abalorios; su piel era la tierra roja de esta tierra, olía a hierba, a luz.
Iba a decirle
más cosas, iba a cogerla de la mano e invitarla a asomarse a la cuna para que
viera con sus redondos ojos al pequeño Snorri, que dormía plácidamente, iba a
hablarle de mi tierra y a preguntarle sobre la suya, pero entonces oímos el
primer grito y los primeros golpes de espada, y luego carreras y más golpes. Me
asomé por una rendija y vi a mi esposo, Thorfinn, con la espada desenvainada, y
a los demás islandeses protegiéndose de las flechas y azuzando con gritos a los
nativos. Me giré entonces para ver a la
mujer, pero fue en vano. Se había ido, con el mismo silencio con el que
había entrado en la casa, como una sombra de paz en la mañana fría.
2.
Bien entrado el otoño, los viejos del
pueblo escucharon a los dioses y vieron que era propicio volver a las casas de
los barbudos. Yo quería ir con ellos, a pesar de que nos lo hubieran prohibido.
"No queremos mujeres en la expedición", nos decían. "Entonces,
¿por qué nos habéis hablado tanto de sus ojos claros y de sus utensilios
mágicos?", contestábamos en coro. Queríamos tocar los broches dorados, las
proas de los barcos, los largos vestidos de las mujeres. Queríamos frotar el
lomo de la gran bestia, y escuchar su canto hondo.
Finalmente, el
jefe dio su brazo a torcer: a unas pocas, entre las jóvenes, nos fue permitido
unirnos a la partida.
A dos
días de camino surgieron como un sueño los techos de hierba. En frente de las
casas hacían guardia los guerreros, erguidos, con el semblante serio. No
parecían dispuestos a darnos la bienvenida. Sin embargo, las palabras fueron
sustituyendo a la desconfianza, y empezaron, como por germinación espontánea,
los intercambios de mercancías entre unos y otros.
Aprovechando un descuido de los
hombres con barba, entré en una de las casas. Quería verla por dentro, sentía
curiosidad por esa construcción hecha de troncos y por los estilizados símbolos
que aquellos extranjeros habían grabado en la madera: rayas horizontales y
verticales, acompañadas de dibujos que representaban a dioses y a hombres de
otras tierras.
Me encontré dos
mujeres en el interior. Una de ellas, al verme, se echó las manos a la cabeza y
se puso a gritar palabras incomprensibles mientras me señalaba atemorizada. La
otra mujer permanecía impasible, junto a una pequeña estructura de madera de la
que sobresalían unas telas. Tras adentrarme unos pasos en aquel espacio en
penumbra, la mujer de los gritos se puso en pie y corrió como un ciervo hacia
el interior de la casa. La otra me miraba, en silencio.
― Gwe’. Me’
tal-wuleyn? Taluisi Wapn Tities[2] ―le
dije, abriendo las manos en señal de paz al tiempo que repetía varias veces mi
nombre―. Wapn Tities...
Entonces ella
habló en su lengua, y yo repetí su frase sin saber lo que significaba. Me
invitó con gestos a sentarme junto a ella, y eso hice, y no hubo en todo ello
ningún rastro de temor. Dentro del pequeño mueble de madera estaba su hijo,
recién nacido; tenía la piel sonrosada, y su incipiente cabello era como el de su
madre, de color claro, como las hojas de álamo en el otoño. La mujer me miró a
los ojos, yo le devolví la mirada esbozando una sonrisa. Era una mujer joven, y
sus ojos eran azules, como mi nombre. Quería hablarle, cogerla de la mano,
tocar su piel, y ella parecía dispuesta a escucharme y entablar conversación
conmigo, pero entonces se escucharon los sonidos de la guerra, que venían del exterior,
y ella se puso en pie, con el rostro serio. Yo hice lo mismo, y a continuación
marché del lugar, temiendo por mi vida. No quería ser sorprendida dentro de la
casa por alguno de aquellos guerreros extranjeros, ahora enzarzados en la
lucha. Lo hice en silencio, como una sombra. Fuera me esperaba la mañana fresca,
y con ella el mundo, que volvía a ser el de antes, el de siempre.
© Tadeus
Calinca, 2020. Todos los
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