Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.
CLIENTES
Autor: Tadeus Calinca
Roma, finales de mayo de 55 a.e.c.
―Dicen que hoy no está el cónsul.
―¿No? Entonces, ¿qué hacemos en la cola?
―Nos atenderá su hijo Publio, supongo.
―No es lo mismo.
―Lo importante es que esté Lisandro.
―¿Quién?
―El liberto predilecto de Licinio Craso, la persona que mejor conoce todos sus asuntos.
―¿Cómo lo sabes?
―No es la primera vez que hago esta cola.
Cordo, aún soñoliento, escucha la conversación. Es uno más en la interminable fila que desde antes del amanecer se ha formado alrededor de la domus de Craso, de una opulencia y una belleza inalcanzables para ellos, casi onírica. Se han congregado en la fila todo tipo de circunstancias: ciudadanos empobrecidos que contrajeron deudas con Craso, clientes en busca de un nuevo arriendo o una ampliación de sus negocios, hombres sin rumbo que quieren buscar fortuna en el futuro ejército del cónsul, dondequiera que los lleve; no faltan tampoco aquellos que, reducidos a la miseria, acuden a Craso como meros suplicantes. Unos y otros cifran sus esperanzas en esta cola que apenas avanza.
―La cosa va para largo ―dice uno de los presentes, que parece un experto en la materia.
―La última vez no pude entrar, me cerraron las puertas en las narices.
―Ya es mala suerte.
Cordo los escucha sin atreverse a pronunciar palabra. Es la primera vez que acude a la casa de un noble como cliente, o más bien como aspirante a serlo. Los escucha en silencio; da pequeños pasos cada vez que la fila, a un ritmo exasperante, permite un avance.
―¿Os habéis enterado de lo de Egipto?
La voz del charlatán resuena una vez más en el frescor de la mañana. Unas jóvenes esclavas avanzan por la calle cargadas de pan recién hecho. Los niños, acompañados de sus madres y nodrizas, empiezan su paseo matutino.
―Llegaron noticias ayer del puerto de Ostia.
―Algo he oído ―interviene sin demasiado interés su habitual replicante; es evidente que el coro de charlatanes, con su infinita letanía de grandes verdades y chismorreos de ultramar, empieza a ser un incordio para los que pacientemente esperan su turno en la fila; pese a ello, nadie protesta. Que hablen. Que digan lo que quieran.
―Ptolomeo vuelve a ser rey de Egipto.
―Le sonríe la fortuna, no cabe duda. Tiene a los dioses a su favor.
―Y a algún que otro romano, al que ha prometido mucho dinero. Y a Gabinio, que ha llevado un ejército desde Siria y lo ha puesto otra vez en el trono.
―¿Qué ha sido de Berenice?
―¿La hija de Ptolomeo? Murió en la cárcel, por orden de su padre. Y no será la única víctima.
―No hables tan alto… ―le dice en un susurro su compañero de plática al darse cuenta de que, a poca distancia de ellos, camina sin demasiada prisa una pareja de caballeros.
El silencio se expande como un bálsamo a lo largo de la fila. Cordo, inmerso en la contemplación del nuevo día, atento a todo aquello que pueda aprender de los que le rodean, repasa mentalmente las palabras que piensa dirigir a Craso cuando llegue el momento.
Transcurridas las horas, se hace difícil encontrar un resquicio de sombra que permita protegerse del sol tenaz del mediodía. La cola ha avanzado a su ritmo lento, y Cordo ha podido al menos doblar la esquina y alcanzar las inmediaciones de la puerta. Si al menos les trajeran comida o algo de beber, o si desapareciera el olor a comida que les llega, perturbador, desde la cocina.
Ha tenido ocasión de escuchar sin pausa la cháchara de los habladores, que parecen inmunes al cansancio. Han hablado de Julio César y su triunfal campaña en la Galia, de donde ha vuelto el hijo de Craso tras conseguir una victoria en Aquitania; han hablado del padre de este, que es el hombre más rico de Roma, y que además es cónsul junto a Pompeyo (detalles redundantes para los que forman la cola); han continuado el relato de lo sucedido en Egipto, donde un tal Arquelao, venido de no se sabe dónde, se había casado con la reina Berenice: un atrevimiento que le costó la vida; poco después llegaba Ptolomeo a Alejandría como un nuevo dios, odiado por muchos de los suyos; con él venía su hija Cleopatra, que atrajo de inmediato las miradas de los curiosos; no era para menos después de su larga ausencia.
Largas horas de noticias dispares, repletas de nombres fáciles de confundir unos con otros y cargadas del aroma extraño de las costumbres orientales.
Se abre la puerta, avanza la fila un pasito más, se mantiene viva la esperanza, se avivan los diálogos a la luz del sol.
Publio Licinio Craso, hijo del cónsul, lo recibe en una de las lujosas estancias de la casa. Le acompaña un hombre de mediana edad que, según deduce Cordo, debe ser Lisandro.
―¿Y bien? ―dice este.
―Me llamo Cneo Licinio Cordo, y soy natural de Praeneste.
―¿Licinio? ―pregunta Craso, mostrando un moderado interés.
―Traigo una carta escrita por mi padre, en la que habla de mis orígenes familiares, incluido el lejano parentesco que nos une a los Licinio Craso.
―La leeremos. Dices que naciste en Praeneste.
―Mi padre se asentó allí como colono tras la victoria de Sila.
―Ya veo. Ahora vives en Roma.
―Vine para formarme en la práctica forense.
―Eres joven.
―Sí. Llevo poco tiempo como abogado.
―Bien. ¿Qué te ha traído a la casa del cónsul?
―Seré sincero. No me gusta la vida que llevo, no me gusta mi oficio.
―No me extraña.
―Necesito un cambio.
―¿De qué naturaleza?
Cordo se detiene por unos instantes. Podría hablar de lo poco que le gustan los litigios legales, de lo poco que le gusta vivir en la gran ciudad, que siempre le ha parecido un lugar sucio y peligroso; podría incluso hablar de su matrimonio, al que accedió por contentar a su padre, del mismo modo que estudió leyes por no contrariarlo.
―Quiero probar suerte en el ejército; empezar una carrera militar, como hizo mi padre.
Lisandro, que acaba de leer por encima el documento que ha traído Cordo, dirige al joven Craso una mirada en la que puede entreverse cierto asentimiento.
―Dentro de poco el cónsul Craso empezará a preparar su campaña militar ―continúa Cordo, mucho más seguro de lo que dice―. Quiero formar parte de ese ejército si hago méritos para ello.
―Tendré que consultarlo con mi padre, ya que las decisiones en asuntos militares solo le incumben a él.
―Lo entiendo.
―Vuelve dentro de tres días ―dice a modo de conclusión, buscando la complicidad de Lisandro―. Si no hay contratiempos, el cónsul te atenderá en persona.
―Muchas gracias.
―Dadle un poco de comer a este hombre, y un poco de agua fresca.
―Te lo agradezco, Publio Licinio ―dice Cordo, luchando por disimular su alegría―. Que tengas una feliz jornada.
Una vez acabada la entrevista, y saciadas al menos en parte su hambre y su sed, Cordo es conducido por un esclavo a través de un atrio.
―¿Quién es? ―pregunta señalando a un grupo de mujeres en el que destaca una joven de gran belleza y mirada serena; por la elegancia de su vestido y su peinado, no cabe duda de que es una noble mujer de los Craso rodeada de sus esclavas; sostiene delicadamente entre sus brazos una lira; se diría que está a punto de interpretar con ella alguna melodía.
―Es Cornelia Metela, la esposa de Publio Licinio―le contesta el esclavo, sorprendido ante una pregunta tan impropia.
Cornelia Metela… un nombre que encierra en su esencia todos los ecos de grandeza que puedan imaginarse en Roma. Antes de salir del atrio se escuchan los primeros acordes de la lira; es una dulce melodía cargada de poder. Un canto de amor pastoril. Un canto a la grandeza.
© Tadeus Calinca, 2020.
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