GANIMEDES - Relato histórico

 Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

 GANIMEDES

 Autor: Tadeus Calinca

 Delta del Nilo, cerca de Alejandría, noviembre de 48 a.e.c.

 Llegada la tarde, pudo por fin ponerse ropa limpia. Trajeron de la ciudad a un grupo de sirvientas que la ayudaron a lavarse y a dar forma a su peinado, que por fin parecía el de una joven reina. Vestida, limpia, calzados los pies en cómodas sandalias de cordones dorados, Arsínoe salió de la tienda acompañada de Ganimedes, y juntos saludaron a las tropas, venidas de todos los rincones del reino. Primero los estandartes reales, coronados por águilas doradas; luego los de Menfis, los de Tebas, los de Cinópolis, inconfundibles por utilizar un perro como símbolo de su ciudad. Los soldados admiraban la noble figura de la reina, seguían con la mirada a esta joven que caminaba ante ellos con la cabeza bien alta, que se protegía del frío dejando caer sobre sus hombros un ligero manto, que alzaba la mano y saludaba a los oficiales de los batallones y a los cuerpos de caballería como si llevara años desempeñando esa labor, una reina fugitiva, aparecida de la noche a la mañana en la fértil llanura del delta, en este rincón llamado a la guerra. A su lado, inseparable, un eunuco de nombre Ganimedes; juntos se dirigieron al reducido grupo de generales, entre ellos Aquilas, que estaba al mando del ejército; les dedicó apenas unas palabras de protocolo, tras lo cual continuó su paseo excluyéndolos del mismo, mostrando su elegancia innata y su aura casi divina; Ganimedes, caminando junto a ella, balanceaba con aplomo su cuerpo obeso; llevaba él también vestiduras nuevas,  y una reluciente espada adosada a la cintura.

Eso fue ayer.

Hoy, desde primera hora de la mañana, Arsínoe preside la reunión del consejo. A su lado, una vez más, la figura de Ganimedes. Frente a ellos, guardando una distancia que se diría premeditada, Aquilas y sus hombres.

―¿El joven Ptolomeo sabe que te has unido al ejército real? ―pregunta Aquilas rompiendo uno de los largos silencios de la mañana.

―Mi hermano no sabía nada ―contesta Arsínoe de manera espontánea―. Salimos de Alejandría por nuestra cuenta.

―Así fue ―apostilla Ganimedes―. Aprovechamos el incendio de la flota para huir del palacio. Las murallas estaban menos protegidas que de costumbre en medio de la conmoción. Tuvimos que saltar una muralla, como bien sabéis, sin recibir ayuda alguna.

―Conocemos la historia.

Aquilas no sale de su perplejidad ante una situación que no entraba en sus planes; y eran unos planes bien elaborados, tenían principio y fin, los regía una lógica implacable que ahora parecía resquebrajarse con la inesperada llegada de la reina y su inseparable eunuco. ¿Quién hubiera imaginado ese salto al vacío en mitad de la noche, esas carreras con los pies desnudos por las calles de Alejandría?

―La reina tiene algo importante que deciros ―anuncia Ganimedes, al tiempo que la anima con un gesto a ponerse en pie.

En el interior de la tienda la rodean hombres armados con sus espadas; en el exterior se expande un enorme ejército de soldados que en cualquier momento podrían dirigir sus armas contra ella.

―Soy Arsínoe, hija del difunto rey Ptolomeo, heredera del reino junto a mis hermanos ―dice, a pesar de sus dieciséis años, a pesar del miedo que siente―. He venido para ponerme al mando de esta lucha que nos enfrenta a Julio César y a mi hermana Cleopatra, traidora a su patria.

Hay un ligero temblor en sus palabras, y alguna pausa para coger aire y seguir hablando con la máxima firmeza que le permiten las circunstancias.

―Ganimedes, aquí presente, será el jefe del ejército, y os deberéis poner a sus órdenes.

Primeros murmullos. Miradas amparadas en el silencio.

―Aquilas, a ti me dirijo. A partir de ahora te ocuparás de una misión importante: reconstruir la flota del Nilo y ponerte al frente de la misma.

―¿De dónde vienen estas órdenes? ―exclama Aquilas, airado―. ¿Las ha emitido acaso el rey Ptolomeo, o es solo una decisión de la joven reina?

―El rey Ptolomeo, mi hermano, está encerrado en el palacio. No puede dar órdenes.

―Las daba antes de ser apresado. Ordenó que formáramos un gran ejército y me puso al frente del mismo.

―¿Lo ordenó el? ―pregunta Ganimedes, incapaz de callar por más tiempo―. ¿O fue más bien Potino? O quizá Teodoto.

―A Potino su lealtad al rey le costó la vida, después de que los romanos interceptaran uno de sus mensajes. ¿Qué hacías tú mientras tanto, Ganimedes? ¿Embadurnarte el cuerpo de aceite? ¿Dar de comer a los pájaros?

―¿Qué hacía? Intentar proteger a la reina en medio de una guerra innecesaria. ¿Se te ha olvidado acaso cómo empezó el conflicto? Fuiste tú mismo quien clavó la espada en el cuerpo indefenso de Pompeyo, y corriste a Alejandría con su cabeza clavada en una lanza; te acompañaba Potino, contabais con el apoyo de Teodoto, habíais convencido al joven rey de que vuestro plan era la mejor estrategia; le entregasteis la cabeza a Julio César al tiempo que os postrabais ante él, pensabais que vuestra acción infame os haría amigos del romano, que vuestra actitud servil salvaría al reino de Egipto de nuevos peligros, pero ya ves adónde nos han llevado vuestras acciones miserables.

―No admito estas palabras de desprecio.

―¿Qué palabras prefieres? ¿Quieres que alabe tus servicios a la patria, los crímenes con los que pretendías salvarla?

―Actuamos en todo siguiendo instrucciones del rey.

―¿Un chaval de trece años? ¿En verdad quieres que nos creamos esa patraña?

―No tengo por qué escucharte ―dice, conteniendo su rabia.

―No es necesario hablar más. ¿Aceptas las órdenes de tu reina?

―Las acepto, ¿cómo no iba a hacerlo?

Aquilas se pone el manto, en un gesto tranquilo que es imitado por sus ayudantes.

―Si no hay más órdenes, empiezo de inmediato a cumplir con mi tarea: hacer acopio de las naves que sean útiles, repararlas, reconstruir aquellas que estén inservibles, hacerlas flotar sobre las aguas del Nilo y de ese modo prepararlas para el futuro combate contra la flota enemiga. Era eso, ¿verdad?

Ganimedes mira a Arsínoe, que parece atenazada por el miedo.

―Ese es tu nuevo cometido ―le responde por fin el eunuco―, así te lo ha ordenado la reina. Puedes marcharte si lo deseas.

Ganimedes respira aliviado cuando ve a Aquilas y sus hombres salir de la tienda de campaña. El diálogo ha alcanzado su máxima tensión sin llegar a quebrarse, pero ahora esa tensión viaja a lomos de sus enemigos, será llevada a otros rincones reconvertida en acción, en espadas, en sangre. Por suerte, Ganimedes cuenta con apoyos en el ejército; sabe que son muchos los que se oponen en silencio a Aquilas, ha empezado a contactar con ellos y a establecer las primeras alianzas. Le espera un largo día de negociaciones en un escenario poblado de espadas y apariencias falsas. También será un día largo para la reina, hundida ahora en su asiento.

―No te preocupes, Arsínoe ―le dice mientras le pone una mano en el hombro.

―¿Cómo quieres que no me preocupe? ―dice la joven, entre sollozos― ¿Qué hago en este lugar? ¿Cuánta vida me queda entre tantos peligros?

―Fuiste valiente al huir de Alejandría.

―¿Por qué no puedo llevar una vida normal? ¿Por qué tengo que estar aquí y soportar todo esto? Tengo dieciséis años, debería estar casada, debería estar pensando en vivir una vida tranquila, como otras mujeres.

―Somos víctimas del destino.

―¡No quiero este destino! Mis sueños se han roto, mi vida está rota, se me escapa de las manos.

Ganimedes le acaricia el cabello, le pone las manos dulcemente en el rostro rozando el húmedo poso de sus lágrimas.

―No está todo perdido.

―Soy joven y voy a morir, es todo.

―Escucha. Hay muchos oficiales del ejército que están de nuestro lado. Hemos organizado tu protección personal, hemos enviado espías para que nos informen acerca de Aquilas y sus movimientos. No temas.

―Me dan miedo las armas. Me da miedo esta aquí.

―Y sin embargo huiste en medio de la noche y bajaste por un muro para estar aquí. ¿Te arrepientes de ello?

Arsínoe alza por primera vez la mirada.

―No lo sé ―susurra mientras las manos de Ganimedes se enredan entre los bucles rubios de su cabello; manos protectoras, manos que empuñarán la espada como han hecho en el pasado.

―La vida es un camino difícil, todos perdemos algo mientras andamos, a todos nos toca luchar antes o después.

―Estoy viviendo una vida que no es la mía.

―¿Quién vive su propia vida? Fíjate en mí. ¿Te crees que elegí ser un eunuco?

Arsínoe coge las manos de Ganimedes, se aferra a ellas.

― No temas ―susurra el eunuco―, estás protegida de todo peligro, puedes conversar con tus sirvientas, descansar. Yo me encargaré del resto.

 

Unos días después, Ganimedes y sus hombres irrumpen en una de las cabañas cercanas al río.

―Sabemos lo que estáis haciendo. No opongáis resistencia.

Aquilas se pone en pie, sorprendido, atemorizado. Se sentía seguro junto a sus compañeros de conjura. Le pasan por la cabeza posibles explicaciones: alguna traición, algún chivatazo, alguna acción de espionaje orquestada por el eunuco, cuya inteligencia, quizá, ha infravalorado.

En un acto instintivo se lleva la mano a la espada, pero es tarde. Ganimedes se abalanza sobre él; su mano diestra guía el camino a la espada, que encuentra de inmediato su recompensa de sangre. Superada la misión, correrá de inmediato  al encuentro de Arsínoe con las manos aún ensangrentadas. Comenzará entonces un nuevo capítulo, un nuevo retorcimiento en el guión de sus vidas, un nuevo periplo burlado a la muerte.

 

© Tadeus Calinca, 2020.

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