Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.
CAMPO DE MARTE
Autor: Tadeus Calinca
Roma, finales de mayo de 55 a.e.c.
En su paseo matinal, Cordo ha visto pequeños grupos de soldados que simulaban combatir con espadas romas, o se ejercitaban a lomos de sus caballos, o simplemente corrían semidesnudos por el llano; al contemplarlos, se imaginaba a sí mismo dentro de un tiempo como uno más de esos soldados. Para ello le hará falta mucho entrenamiento: montó a caballo siendo niño, y a esas mismas edades jugaba con su hermano y sus primos con espadas de madera y escudos de mimbre: en eso se resume su experiencia militar.
Atraviesa ahora las calles bulliciosas, malolientes, del barrio en el que vive. Deja atrás el campo abierto junto al Tíber, el aire marcial, casi venerable, de la Villa Publica y los pequeños templos prometidos a los dioses; el Campo de Marte es sobre todo un espacio vacío, a menudo encharcado, en algunos tramos cenagoso, pero a medida que uno se acerca a la ciudad aumenta la presencia de edificios. Se alza, como la más majestuosa construcción de Roma, el teatro y pórtico de Pompeyo, que será inaugurado en otoño. No lejos de allí hay un pórtico más antiguo, creado también a imitación griega. Cordo se ha detenido ante su entrada, ha leído la inscripción dedicada a Quinto Cecilio Metelo Macedónico, embargado por un nombre tan largo y tan ilustre ha cruzado al interior del recinto, cuyo centro ocupan dos formidables templos, casi gemelos; frente a ellos, un conjunto de estatuas traídas de Oriente: lo forman, según dicen, los generales de Alejandro Magno. A un lado, sobre un pedestal de humilde factura, destaca una estatua de bronce que representa a una mujer sentada. "Cornelia, hija de Escipión", dice el epígrafe, "madre de los Gracos". De vuelta a casa, caminando entre callejuelas que poco tienen que ver con la belleza de las estatuas, Cordo se deja llevar por la magia de esos nombres. Cuando se encuentre con su amigo Turio, perfecto conocedor de la historia romana ("algún día escribiré una historia de Roma en cien libros", le dice a menudo), le preguntará quién era exactamente Macedónico, cuáles fueron sus victorias, dónde se inspiró para construir su pórtico, por qué pusieron en su interior la estatua de la célebre Cornelia y sobre todo qué relación hay entre estos personajes del pasado y los Cecilio Metelo y los Cornelio de ahora.
En estas cosas piensa cuando gira la esquina y se encuentra, al otro lado de la calle, la insula en la que reside. Los pequeños negocios, abiertos a la acera, alcanzan a estas horas de la mañana su máximo bullicio; le llegan los olores familiares que impregnan el aire, también los gritos alegres de los niños y las voces de los comerciantes. En la segunda planta de este edificio, a la que llegan por igual esos olores y esas voces, comparte con su esposa Celia un habitáculo de cuatro estancias, carentes de lujo. Viven aquí de forma provisional, o eso dicen desde hace dos años, cuando celebraron su matrimonio; comprarán una casa en el futuro, cuando se lo permita alguna herencia o algún golpe de fortuna; tendrán hijos que jugarán entre rosales y mosaicos; tendrán esclavos a los que, algún día, llevados por la bondad de su carácter, concederán la libertad.
―¿Dónde has estado? ―le pregunta Celia nada más cruzar el umbral.
―Tenía la mañana libre, he ido a dar un paseo.
―Ha estado aquí Aulo, tu cliente.
―¿A estas horas?
―Tenía que hablar contigo, por lo de su juicio.
―Lo veré esta tarde, en las termas.
Celia lo mira con gesto de preocupación.
―Hoy había actividad en el foro y en la Basílica Porcia, es allí donde debes ir a pasear, a buscar clientes que necesiten un abogado, a hacerte un nombre.
―Me apetecía descansar, eso es todo.
―Necesitamos ingresos.
―Lo sé.
―No vamos a vivir siempre de lo que nos envía tu padre desde Praeneste, o del dinero de mi dote. Se diría que te gusta este barrio.
―¿Vamos a empezar la discusión de siempre?
―¿No piensas hacer nada por cambiar las cosas?
En su manera de hablar, en su manera de estar de pie sosteniendo en su mano derecha una túnica recién lavada, Celia denota un refinamiento que poco tiene que ver con su actual existencia en un barrio humilde. Huérfana de padre desde la infancia, su casa familiar la ocupa ahora su hermano mayor con su mujer y su interminable prole. El padre de Celia fue compañero de armas del de Cordo, de ahí el pacto que derivó en la boda: ella, una joven de inmejorable aspecto perteneciente a una familia romana venida a menos: él, un joven prometedor que contaba con el respaldo de su padre, un antiguo colono cuya hacienda, según se decía, no hacía más que crecer.
―Me tengo que ir ―dice Cordo mientras revisa algunos de los dispersos documentos que pueblan su mesa de trabajo; se acerca uno de ellos a la vista, pone el dedo en los renglones fingiendo que los lee.
―¿Irás a ver a Aulo?
―¿Aulo?
―Tu cliente.
―Sí, Aulo Fadio. Lo veré esta tarde, no te preocupes.
―¿Dónde vas ahora?
―Tengo que hablar con mi amigo Turio. Cosas de abogados.
―Cosas de abogados, sí.
Celia contiene su enfado, cansada ya de insistir. Lo que daría por estudiar leyes, por salir de las cuatro paredes de este habitáculo lleno de humedades y tocado apenas por el sol, ir rauda hacia el foro, ofrecer sus servicios de abogacía, penetrar en el mundo real de los litigios, las herencias, las compraventas, pisar esos lugares en vez de oír hablar de ellos, tener voz más allá de las conversaciones en la panadería con las matronas que conviven en la insula.
―Volveré tarde ―dice Cordo mientras ordena los papiros en la mesa y se arregla el pliegue de la túnica.
El ánimo de Cordo, mientras camina por las calles de la ciudad, es bien distinto al de hace unas horas, cuando contemplaba hechizado las formas escultóricas. Necesita hablar con Turio, decirle que dentro de dos días volverá a la casa de Craso, y que entonces, quizá, empiece una nueva vida para él. No ha dicho nada de todo ello a su esposa, tampoco a su padre, aunque espera por parte de este una reacción positiva. Pero Celia, ¿cómo decírselo a ella? Es bien sabido que los grandes hombres de Roma van a prorrogar por cinco años sus mandatos: Julio César continuará en la Galia, donde no deja de expandir el dominio romano; Pompeyo podrá afianzar su poder en Hispania; Craso, por su parte, verá cumplido su sueño de ir a Siria y conducir desde allí un ejército contra los partos. Algunos dicen que sueña incluso con atravesar Persia y llegar hasta la India, como hizo Alejandro Magno. Tiene cinco años para ello. Cinco años… ¿Cómo va a decírselo a Celia? Decirle que espere, que vuelva a casa de su hermano mientras él hace carrera y se enriquece, porque esa es la única manera de prosperar en Roma, pero en el plano más íntimo está la atracción del viaje por sí mismo, la posibilidad de ir a Oriente, acercarse a un sueño en vez de vivir su actual sueño deforme de dedicarse a la abogacía, un oficio que detesta… ¿Cómo explicárselo a Celia, por la que siente un sincero afecto, cuya tristeza le hiere más de lo que es capaz de expresar con sus palabras? Mejor desistir de una idea tan alocada. Presentarse en casa de Craso y decir que se lo ha pensado mejor. Agarrarse a su actual existencia, formar una familia con los hijos que han de venir, esperar que las cosas mejoren en vez de perseguir un futuro incierto.
En ese estado de ánimo, en el que se mezcla alguna lágrima aislada, avanza Cordo por las calles de Roma. Mejor hablar con Turio. Pedirle consejo; pedirle, también, que le narre con detalle las pasadas glorias que tanto lo fascinan.
Dos días después, Cordo es recibido en la mansión de Craso. Esta vez no ha hecho falta una larga espera: nada más abrirse las puertas, custodiadas hoy por los lictores, uno de los libertos se ha acercado a su posición en la larga hilera, instándolo a entrar.
―Cneo Licinio Cordo ―dice el cónsul tras echarle un rápido vistazo. Lo acompañan su hijo Publio y Lisandro, su hombre de confianza.
―Ese es mi nombre ―contesta Cordo, intimidado aún por tener delante a un cónsul de Roma, el hombre que derrotó a Espartaco y su ejército de esclavos, el hombre que muchos consideran el más rico y poderoso de Roma.
―A partir de junio podrás entrenarte con los tribunos de primer año. Estarás bajo la supervisión de mi hijo, aquí presente. Contarás con una paga inicial como soldado, y te procuraremos un caballo para tus ejercicios de montura.
―Sí.
―No pareces muy convencido.
Publio, que se ha mostrado sonriente mientras hablaba su padre, frunce ahora el ceño.
―Que entrenes con los tribunos no quiere decir que seas ya un tribuno militar de mi ejército. Eso está por ver. Te ofrezco la oportunidad de demostrar lo que vales.
―Gracias.
―Aprovecharé mi próximo viaje a Praeneste para entrevistarme con tu padre, que según parece tuvo una larga carrera en el ejército.
―Así es.
―¿Cuántos años tienes?
―Veintitrés.
―Perfecto. ¿Algo más que decir? Has hablado poco.
Cordo contempla, enmudecido, a estos tres hombres que ahora se miran los unos a los otros moderadamente sonrientes.
―Te dejo con mi hijo, para que entréis en detalles.
―Muchas gracias, estimado cónsul.
Cordo, guiado por Publio Craso, descubre anonadado los diferentes espacios que componen la mansión familiar. Le muestran estatuas, mosaicos, fuentes. Cada vez que se cruzan con esclavos, estos lo saludan como si fuera un visitante ilustre.
―Ven, Cornelia. Te presento a Cordo.
―¿Y quién es Cordo? ―pregunta la joven esposa de Craso desplegando su amabilidad y su bellísima sonrisa.
―Un pariente lejano.
―Muy lejano diría yo ―dice Cordo, mostrándose por fin relajado.
―Entonces debo saludarte como corresponde.
Cornelia Metela, que lleva en su nombre toda esa carga histórica de la que le habló su amigo Turio durante horas, en las termas, que lleva en su ropa y en su piel el más exquisito perfume que haya olido nunca, se acerca a Cordo y le da un tenue, amable e inesperado beso en la mejilla.
―Bienvenido a la familia.
© Tadeus Calinca, 2020.
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