AGUA Y FUEGO - Relato histórico

 Nota: este relato forma parte de Historia de Cordo, novela por entregas. Orden de lectura.

 AGUA Y FUEGO

 Autor: Tadeus Calinca

 Alejandría, diciembre de 48 a.e.c.

 ―¡Tira de la cuerda!

―¡Oído!

Cordo, a quince pies bajo el suelo, en el fondo de un pozo que ha ido excavando con sus compañeros de contubernio a lo largo del día, ve cómo asciende, pegada a la pared, la cesta cargada de fango.

―¿Has probado el agua? ―le gritan desde arriba―. ¿Es dulce o salada?

―¿El agua? Aquí no hay más que fango. ¡Si quieres bajas tú y la pruebas!

Tardarán unas horas en extraer el limo y conseguir que el agua, ahora turbia, se convierta en una sustancia que puedan atreverse a beber. Es el segundo pozo que excavan en los últimos días; el primero, que costó largas horas de esfuerzos, produjo un agua que dejaba en el paladar un frustrante sabor a sal.

―¡Sigue cavando, Cordo!

―¿Cuánto queda para el cambio de turno?

―Aún te queda un poco. ¡Ahí va la cesta!

A pesar del trabajo extenuante, y del sudor que rezuma por las piernas y aflora sin pausa a lo largo de los brazos, la cabeza y el torso, Cordo y sus compañeros saben que no hay alternativa si quieren seguir vivos. Las tropas alejandrinas, dirigidas ahora por Ganimedes, inhabilitaron hace días el acueducto que traía agua fresca al sector palaciego de la ciudad. Además, han conseguido contaminar con agua de mar los principales canales que nacen del río. El propio Julio César lo resumió en su último discurso ante los tribunos y centuriones de su ejército:

―Necesitamos encontrar agua potable cuanto antes. Si pensáis que podemos huir de Alejandría con nuestras naves, estáis equivocados: nuestros enemigos observarían sin dificultad nuestros movimientos y aprovecharían la indefensión de las murallas para atacarlas. Por no hablar de los vientos, que son contrarios.

A César lo acompañaba un alejandrino vestido a la manera de los filósofos. En medio del conflicto, quedaban aún algunos sabios que frecuentaban las largas galerías del Museion en busca de saber; los estantes seguían atiborrados de libros; las lecciones de los maestros, ahora menos concurridas que antes, no habían perdido del todo su aliento.

―Existen varias maneras de atajar el problema ―prosiguió César―. Por un lado, hemos empezado a utilizar la flota para alcanzar lugares cercanos de aprovisionamiento. Por otro lado, los soldados que no estén en el turno de guardia cavarán pozos en busca de agua dulce. No lo harán a ciegas, sino siguiendo un criterio lógico. He consultado a los sabios de Alejandría, que son los que mejor conocen su ciudad, les he preguntado sobre las aguas subterráneas y sus flujos naturales. Tengo a mi lado a Sosígenes, consumado maestro en astronomía y geometría. Buscaremos con su ayuda algún rincón de la ciudad en el que brote agua no contaminada. Así pues, ¡manos a la obra!

Ese mismo día, los ingenieros y agrimensores del ejército recorrieron la ciudad acompañados de Sosígenes; unos con los instrumentos habituales de su oficio, el otro con antiguos papiros que describían la ciudad de Alejandría en sus primeros tiempos, cuando los actuales edificios y avenidas eran poco más que un sueño en la mente de los Ptolomeos.

―En este lugar pueden empezar las prospecciones ―dijo con la convicción de un hombre de ciencia―. Si no damos con agua potable, lo intentaremos en las cercanías del Soma.

Desde entonces, los legionarios no han hecho otra cosa que clavar sus picos en el suelo de Alejandría y escarbar con denuedo sus entrañas.

Cordo sigue en la oscuridad del hoyo, los pies hundidos en el fango, las manos aferradas a una azada de mango largo que le permite sondear dónde se encuentra el suelo firme bajo sus pies. Según sus cálculos, le quedan solo dos cestas por rellenar antes de ascender por la escalera de cuerda y volver a la luz del día. Un último esfuerzo. Agachar el lomo en la penumbra, hundir la azada en el gua cenagosa, ver sobre la superficie turbia el reflejo sucio del cielo, apoyarse en la pared recién tallada, recordar mejores tiempos vividos en otros lugares, cerrar los ojos a cada golpe de la azada y transportarse con la mente a la ciudad de Roma: necesita los lugares limpios de la ciudad, los templos, las basílicas, las estatuas de bronce, las casas señoriales en las que entró cabizbajo, pues pertenecían a un estrato social superior al suyo, inalcanzable para él, refugiarse en el recuerdo de la piel desnuda, en el recuerdo de lo que parecía imposible y se tornó realidad, por mucho que aquí abajo, en el barro subterráneo de Alejandría, cualquier certeza se disfrace de espejismo. Acudir a las termas, limpiar el cuerpo, atenuar los músculos, y solo entonces, en esa limpieza que parece convertirte en un ser ligeramente ingrávido, acercarte a la persona amada para abrazar su cuerpo.

 

Desde lo alto de la muralla, Arsínoe contempla el viejo puerto de Eunosto. Durante la mañana ha inspeccionado a los soldados que se dedican a reconstruir lo que queda de la flota: barcazas medio hundidas, varadas en la orilla como peces moribundos, o viejas embarcaciones de guerra que los laboriosos marinos de la flota intentan devolver a la vida útil.

―Es importante reconstruir esos barcos antes de que lleguen refuerzos a César. No hay otra manera de vencerlo.

Las palabras de Ganimedes suenan como uno de esos cánticos ancestrales de los templos egipcios, repetitivos e interminables.

―La última escaramuza con la flota romana puso en evidencia nuestras carencias.

Las naves de César habían sido avistadas cerca de Quersoneso, en el lado occidental de Alejandría. Seguramente se dirigían allí en busca de agua, según se deducía de los informes de los espías. Ganimedes ordenó una salida de sus precarias naves para intentar interceptar al enemigo, o al menos impedir su avance. El resultado fue mejor de lo que él mismo esperaba, ya que las naves romanas se vieron obligadas a volver a la ciudad por temor a verse retenidas por vientos desfavorables. Los alejandrinos perdieron una nave en la confrontación, pero volvieron a puerto con cierta esperanza en sus fuerzas.

―Hoy mismo han empezado las obras de los nuevos astilleros en Eunosto. Trabajaremos de día y de noche para ponerlos a punto.

―Una idea excelente ―le responde Arsínoe, que durante todo el día ha recibido los saludos amables de la marinería, que ella ha devuelto con su sonrisa. Volver a Alejandría ha tenido para ella un efecto balsámico, por mucho que su puesto de mando se encuentre en la parte menos noble de la ciudad, en esa zona portuaria que nunca pisó en tiempos de paz. Mejor estar aquí que en los cuarteles del ejército, donde se palpa en el ambiente el resentimiento de una parte de los oficiales, los que eran afectos a Aquilas. Mejor este rincón humilde de la ciudad rodeado por un doble horizonte azul: el del mar y el del lago Mareotis.

―El fuego de la torre sigue encendido ―dice a Ganimedes, señalando la figura lejana de Faros―. ¿No se les acaba el combustible?

―Es probable que tengan para varias semanas. Sin duda, les interesa mantenerlo encendido para guiar a las naves que tanto esperan.

―La isla de Faros está en nuestro poder.

―Así es, a excepción de ese islote, donde se asienta la torre. Nuestra posición en Faros es débil: los romanos nos podrían atacar en cualquier momento, y nosotros tendríamos poca capacidad de respuesta.

A medida que avanza la tarde, la luz emitida por la torre se hace más visible en la lejanía; una imagen familiar para Arsínoe y para todos aquellos que, como ella, nacieron en Alejandría. En una ocasión, siendo niña, su padre los llevó al islote para que conocieran la torre. Ninguno de los hermanos podía imaginar las dimensiones reales de esa construcción hasta que pusieron sus pies en la rampa de acceso y miraron hacia lo alto. Arsínoe iba cogida de la mano de su hermana mayor, Cleopatra, y no se separó de ella en ningún momento, asustada por un entorno tan gigantesco; se aferró aún más a su hermana cuando alcanzaron la primera terraza y se asomaron al precipicio que se abría desde esa altura, donde unas enormes estatuas de bronce, que representaban desconocidas criaturas marinas, se asomaban al vacío desde cada una de las esquinas. Por suerte tenía a su hermana Cleopatra a su lado. Junto a ella subió la rampa que llevaba a la terraza superior, y en ese último tramo del ascenso empezó a escuchar el rugido de las llamas, que no hizo sino aumentar a medida que subían. Una vez devueltos al exterior, vieron en lo más alto la poderosa estatua de Poseidón, y bajo él, rodeadas de columnas que formaban un círculo, las llamas enfurecidas y el humo que ascendía al cielo sin pausa. Arsínoe se asomó tímidamente, con una mezcla de temor por las alturas y las llamas y de admiración al poder contemplar la gran ciudad que se extendía a lo largo de la costa. A su lado estaba Cleopatra, que le sonreía y le acariciaba el cabello para tranquilizarla.

Tienen que luchar contra César, ocupar el islote con su torre, apagar de una vez por todas el fuego.

© Tadeus Calinca, 2020.

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