PERÍGRAFES

 

PERÍGRAFES

 Autor: Tadeus Calinca


Bajan las aguas del gran río llevadas por un dios; rozan, casi acarician, los cimientos de la ciudad. El río es el Éufrates; la ciudad, Samosata. El dios, un antiguo guerrero celeste amansado por los siglos.

Está en calma el palacio, en calma la terraza soleada donde Iotapa, una vez más, piensa que esta ciudad tiene forma de hormiguero; el promontorio sobre el que se asienta, la pequeña colina de arena que amontonan las hormigas; su cúspide, el palacio real.

Si da la espalda al río, divisa a lo lejos el túmulo del gran rey, erigido en lo más alto de la montaña más alta, visible desde la ciudad a pesar de la distancia. Está rodeado de estatuas gigantescas; lo sabe porque estuvo allí años atrás.

Iotapa lleva un manojo de papiros en la mano, pues hoy es el día en que se acomodará en sus aposentos privados y empezará a escribir la historia de su vida. Y lo hará en griego, para que la entiendan. Nacida en tierras más allá del Éufrates, los vaivenes de la vida la trajeron a Comagene, prometida en matrimonio a un joven príncipe que unos años después se convertiría en rey. Ahora reina el hijo de ambos, de nombre Antíoco, que como todas las mañanas ha acudido a darle un beso a su madre y desearle un buen día.

Iotapa se acerca a la mesa, comprueba el buen estado del candil, del cálamo y la tinta, y a continuación extiende con delicadeza los papiros. Fue hija de rey y también reina, y su vida la ha llevado a recorrer muchos lugares de esa región que los romanos llaman Oriente. Quizá por eso ha decidido que su relato no empezará en Samosata, ciudad en la que reside desde hace años, sino en otra bien distinta: Alejandría, la capital de Egipto.

Solo el agua lenta del Éufrates se mueve en la tarde de otoño. No suenan gritos infantiles como antaño, ni sueños de grandeza.

Es el momento de escribir.

 

PRIMER ESBOZO

Cuando llegué a Alejandría, resonaban aún los festejos del año anterior, en el que no faltaron elefantes, ni cuadrigas recubiertas de oro puro; los colegios sacerdotales salieron a las puertas de los templos y la muchedumbre aguardó durante horas la llegada del general victorioso, resguardados a la sombra de los pórticos. Por esa misma calle desfiló, aprisionado en cadenas de plata, el rey de Armenia, y también su hijo, mostrados como lo que eran, príncipes cautivos. Terminada la procesión triunfal, Marco Antonio proclamó que su amada Cleopatra era la nueva Isis, y que junto a Cesarión, el hijo que había tenido de Julio César, regiría en Egipto. Otros tres niños asistieron a la ceremonia: los hijos de Marco Antonio y Cleopatra. Al menor de ellos, Ptolomeo Filadelfo, lo nombró rey de Siria y de Cilicia; a Cleopatra Selene le concedió la Cirenaica; a Alejandro Helios, hermano gemelo de la anterior, lo nombró rey de Armenia y de todas las tierras más allá del Éufrates hasta la India, tierras que aún no había conquistado ni estaban aún bajo su dominio. A tal efecto, el pequeño Alejandro iba vestido a la manera de los medos, y en su cabeza lucía la tiara de sus reyes.

Yo no había estado presente en esas celebraciones, pero el eco de las mismas se había expandido de inmediato por todo Oriente, alcanzando cualquier rincón por remoto que fuera. Nadie era ajeno al esplendor inagotable de la corte egipcia y su carácter casi divino. En este nuevo orden, que solo existía como idea, Marco Antonio se reservaba para sí mismo el dominio de Occidente. Poco le importaba que hubiera rivales poderosos como Octavio; en su imaginación, el mundo conocido no esperaba otra cosa que ser conquistado por él.

Yo era una niña cuando llegué a Alejandría. Mi padre, Artavasdes de Atropatene, acababa de sellar una alianza militar con Marco Antonio, unidos ahora contra su principal enemigo: el imperio parto. A pesar de mi corta edad, formé parte del acuerdo: decidieron prometerme en matrimonio a Alejandro Helios, que era más o menos de mi edad, y enviarme de inmediato a Alejandría, donde podría conocer de primera mano los usos y costumbres de la corte ptolemaica antes de que llegara el momento oportuno de celebrar el matrimonio. Con lágrimas en los ojos, y acompañada de un reducido séquito a mi servicio que parecía difuminado entre los pasos marciales de los soldados, fui conducida hacia Occidente. No fue tarea fácil cruzar las áridas estepas; mi piel se quemaba por el azote del sol, y a menudo clamaba por un poco de agua que aliviara el escozor de mis ojos. Marco Antonio parecía inmune a todo contratiempo; cabalgaba como lo que era, un general victorioso, y en cada ciudad que atravesamos fue saludado con vítores: en Zeugma, también llamada Seleucia del Éufrates, donde cruzamos el gran río; en Antioquía y Laodicea, donde nos esperaba el barco con destino a Egipto, y sobre todo el mar, que no había visto nuca; no podía imaginar sus olas, ni su intenso olor. Por suerte, la travesía en barco fue menos tenebrosa de lo que creía. Cuando caía la noche, el inacabable manto de estrellas parecía disipar mis temores.

Al otro lado del mar estaba Alejandría, pero antes la isla de Faros, que da acceso al puerto. A pesar de que me habían hablado tanto de su famosa torre, me asombraron sus proporciones gigantescas; miraba atónita hacia lo alto, donde las estatuas de los dioses parecían rozar el cielo y escrutar como eternos vigías el paso de los mortales. Durante días soñé que las estatuas caían desde lo alto, y al sumergirse en el agua provocaban un terrible oleaje que hundía las naves en el puerto, y yo me aferraba a la madera zarandeada por las olas y oía la voz grave de los dioses, que no hacían sino proclamar negros oráculos. Eran los temores de los primeros días. Poco después, Alejandría se fue convirtiendo en un lugar familiar. Mi tarea principal consistía en perfeccionar el griego de la mano de un tutor y aprender a convertirme en una princesa apta para un imperio futuro, el de Cleopatra y su amigo romano.

 Me recibieron unas semanas más tarde, en el gran palacio de Alejandría, sentados en su palco de marfil y oro, atendidos en todo momento por esclavos, eunucos y consejeros. Parecían poco interesados en mis reverencias, o en mis esfuerzos por ser digna de su gracia. En medio del ceremonial y del olor a incienso, vi por primera vez cómo se miraban el uno al otro, y creí ver en su mirada y en sus gestos cierta locura compartida, o tal vez una forma superior de genialidad que no me era dado comprender. Yo era una niña. Sentí miedo ante esa locura, deseé salir cuanto antes de la sala de audiencias y no volver a poner los pies en sus lustrosos suelos de mármol.

Mi vida en Alejandría, por lo demás, transcurrió casi siempre entre las cuatro paredes de uno de sus muchos palacios, poblado por espacios vacíos que parecían flotar en su opulencia. Pocas veces me fue dado pasear por las calles de la ciudad; aprovechaba entonces para visitar el Museion y su biblioteca, dañada en tiempos recientes, o ascender la colina del Paneion, y desde allí contemplar mejor la interminable superficie urbana que ni siquiera sus recias murallas eran capaces de contener.

A Alejandro Helios, mi prometido, lo veía solo cuando la familia real se mostraba en público con motivo de alguna celebración. Encajado en extrañas vestiduras, su pequeño cuerpo de niño adoptaba ese aire divino, mitad griego y mitad egipcio, que parecía inherente a la familia real y a la propia Alejandría. Su hermana gemela se llamaba Cleopatra Selene, como dije antes. Helios y Selene, el sol y la luna, destinados desde la cuna a convertirse en reyes y dioses en la tierra. A Selene pude tratarla en persona, pues a veces coincidíamos en alguno de los jardines del palacio real e incluso llegamos a compartir juegos. Hubo un inicio de amistad entre las dos, pero siempre pesó más la distancia que nos separaba. Selene parecía flotar en su propio mundo, inducida por los sueños de su madre.

Así era mi vida en Alejandría. Llegué allí cuando tenía ocho años; dejé la ciudad tres años después, pero entonces el mundo ya era otro.

*         *         *

 El día siguiente amanece nublado. Las aguas del Éufrates fluyen ahora con tonos más grises. A lo lejos, los antiguos santuarios escondidos entre las nieblas.

Iotapa repasa lo escrito el día anterior. Hay frases que no acaban de gustarle; ve en ellas cierta confusión de ideas, de imágenes, de nombres que le fueron viniendo a la mente sin mayor orden. Mejor empezar su relato de otra manera. Mejor empezar desde el principio.

 

SEGUNDO ESBOZO

Nací en Fraaspa, la ciudad más bella de Media Atropatene. Recuerdo los árboles en flor entre sus casas, los pequeños huertos y las fuentes de agua fresca que nacían en la roca, recuerdo cómo las callejuelas de la ciudad ascendían sin prisa hacia lo alto de la colina y allí tropezaban con los muros de la ciudadela, cubiertos de hiedra. Entre esos muros transcurrió mi infancia. Mi padre era el rey, y se encargaba de mantener en paz su territorio; los enemigos que amenazaban nuestras fronteras eran, en mi imaginación infantil, poco más que nombres lejanos que aprendíamos a odiar y a temer: armenios, romanos, partos. Pero un día uno de esos enemigos dejó el territorio de las sombras, y se hizo presente.

―¡Vienen los romanos! ―gritaban unos y otros.

―¡Son las tropas de Marco Antonio, el amante de Cleopatra!

Desde las torres de Fraaspa vimos las columnas de su ejército, que descendían de las colinas en férrea formación para luego acercarse a la ciudad y rodearla. Yo tenía cinco años entonces. Recuerdo a las familias humildes que, procedentes de los barrios bajos, se refugiaron en la ciudadela, y cómo las gruesas puertas de madera se cerraron tras ellos. Había que hacer espacio para los recién llegados y para los soldados y las provisiones, de modo que los niños y niñas de la familia real fuimos confinados a una única estancia del palacio, mal aireada. Allí permanecimos durante las largas jornadas de asedio. Un nombre era la cifra de nuestro miedo: 'Marco Antonio', como un dios maligno, como un azote que había sido enviado a nuestra tierra para hacernos esclavos. Acurrucados los unos con los otros en aquel angosto lugar, soñábamos con los espacios libres de los jardines, añorábamos la sombra de los árboles y los estanques de agua clara donde, en aquellos días de verano, podríamos muy bien refrescar nuestros menudos cuerpos.

Se decía que los partos, nuestros aliados, vendrían pronto a ayudarnos, pero mientras tanto los romanos levantaban un terraplén para atacar la ciudad en espera de sus máquinas de asedio. Aumentaron en la ciudad las plegarias y los gritos de desesperación; nuestro deseo era que esas máquinas no llegaran nunca a su destino, porque, si eso ocurría, Fraaspa estaría perdida y nosotros con ella, aniquilados a plena luz o convertidos en esclavos. Por suerte, una fuerza combinada de medos y partos consiguió interceptar la larga columna de transporte romana y destruirla. Fue brotando así cierta alegría, que empezó a cimentarse cuando llegaron detalles verídicos de aquella batalla y supimos que nuestros soldados venían a la ciudad con el estandarte que habían arrebatado a los romanos como símbolo de su derrota. Resonaban los templos con alabanzas y cánticos, se olía el humo de los sacrificios, se abrían las puertas de par en par, y con ellas las de la fortaleza, que parecía revivir. A los pocos días volvió mi padre, y nos abrazó uno por uno, y nos subió a sus brazos que aún llevaban encima el olor de la batalla. Los romanos huían por fin de nuestras tierras; terminaban así las largas semanas de terror, en las que oíamos a lo lejos sus risas y sus cantos.

El año siguiente cambiaron las tornas. Mi padre empezó a desconfiar de los partos después de que estos faltaran a sus promesas, temiendo que en cualquier momento su enorme fuerza pudiera cernirse sobre Atropatene y aplastarnos como a una mosca. Fue entonces cuando decidió enviar emisarios a los romanos en busca de su amistad. Para una niña de seis años no era tan fácil cambiar de enemigos. Los romanos, que en nuestros juegos eran aún el objeto de nuestro odio, se convertían de repente en aliados. Una nueva figura apareció en el palacio: el instructor de lengua griega, pues esa era la lengua que convenía aprender en los nuevos tiempos.

Un año después, Marco Antonio llevó a cabo con éxito la invasión de Armenia, ayudado entre otros por mi padre, cuyo reino se vio ampliado con nuevos territorios. Los romanos eran ahora amigos y benefactores, la única garantía que teníamos contra los partos. A principios de otoño llegaron a Fraaspa los ecos del gran triunfo que Marco Antonio había celebrado en Alejandría, y ya no tuvimos duda de dónde estaba el centro del poder.

La primavera siguiente, cuando yo acababa de cumplir los ocho años, mi padre me llevó con él hasta el río Araxes, que marcaba la frontera entre Media Atropatene y Armenia. Nunca hasta entonces había salido de Fraaspa, y no llegaba a comprender por qué razón me habían subido al carro y me llevaban en largas jornadas por paisajes tan agrestes. Por suerte, la ruta se fue haciendo más llevadera a medida que las montañas daban paso a campos ondulados y estos a una llanura fluvial. Al otro lado del río esperaba el amigo romano, con su ejército.

Las conversaciones duraron poco, y en todo momento fueron conducidas entre sonrisas y gestos amables. Yo llevaba puestas mis mejores galas, como una pequeña reina que se hubiera extraviado entre aquellos matorrales en un día de fiesta; las miradas curiosas de los soldados reforzaban mi sensación de extrañeza. Mi padre me decía en todo momento que debía sonreír y mantener la cabeza bien alta, y así hice, pues no quería importunarlo, pero sobre todo no quería hacer nada que pudiera enfadar a aquel hombre que me infundía tanto temor a pesar de sus modales exquisitos y su aparente bondad: el general de los romanos, Marco Antonio.

Los términos del pacto fueron leídos en una solemne ceremonia. Mi padre necesitaba tropas romanas como elemento disuasorio frente a los partos; Marco Antonio necesitaba refuerzos para sus futuras acciones en Occidente ("contra Octavio", oí decir en voz baja; era el segundo nombre romano que escuchaba en mi vida). El acuerdo estipulaba, además, que a Marco Antonio le sería devuelto el estandarte legionario perdido años atrás en el campo de batalla, cuando eran los enemigos. Y se iba a llevar algo más de allí.

―De un lado Marco Antonio, general en jefe de los ejércitos romanos de Oriente, y de otro Artavasdes, hijo de Ariobarzanes, rey de Media Atropatene, acuerdan lo siguiente: prometer en matrimonio a Alejandro Helios, hijo del primero, con Iotapa, hija del segundo, para que tal unión redunde en beneficio de los dos pueblos.

Así resonó la cláusula final, que me llegó sin previo aviso, enunciada en un griego tan claro y sencillo que no tuve problemas en entenderla. A pesar de la conmoción inicial, fui capaz de mantener la cabeza bien alta y creo que incluso llegué a sonreír mirando a Marco Antonio, pero poco después, de vuelta al campamento, nada pudo detener mis lágrimas.

―No estés triste ―me decía mi padre con ánimos de consolarme―. Serás reina de Egipto. ¿No te parece el mejor de los sueños?

De poco me servían sus palabras. Mi cabeza permanecía hundida entre almohadones y mis lágrimas no dejaban de fluir, acompañadas de espasmos.

Mi hermano Ariobarzanes estaba presente en aquella escena familiar y luchaba a duras penas por no llorar. Era de mayor edad que yo, pero aún muy joven.

―Dime, padre. ¿Será la reina de Egipto, o se la llevan como una rehén?

―Cuidado con lo que dices ―contestó nuestro padre con gesto contrariado; se diría de que la frase de mi hermano enlazaba con alguna conversación anterior, inacabada.

Lejos de amilanarse, Ariobarzanes se armó de valor para seguir hablando.

―La quieren como garantía de que cumples con lo acordado. Así lo creo.

―¿Cómo te atreves a decir eso delante de tu hermana? ―gritó mi padre fuera de sí, al tiempo que le deba un empujón con ambas manos―. ¿Quién te crees que eres para hablar de ese modo?

―¿No lo ves, padre? ¿Qué somos para partos y romanos? ¿De verdad te fías de su palabra?

La respuesta fue una sonora bofetada que mi hermano encajó en silencio. Yo había levantado el rostro de la cama, lo suficiente para ver cómo Ariobarzanes enderezaba su cuerpo adolescente, me dirigía una última mirada y salía de la tienda.

―No temas, Iotapa ―decía mi padre una vez recuperada la calma―. No hay nada que temer.

El día siguiente, con lágrimas en los ojos, emprendí el largo viaje a Alejandría. Yo tenía ocho años entonces. Alejada de mi padre y mis hermanos, me adentraba en lo desconocido.

*         *         *

 Han pasado dos días desde que escribió por última vez y los papiros siguen en su lugar, sobre la mesa. Un inoportuno festival religioso, en el que debía acompañar a su hijo y al resto de la familia real, le ha impedido hacer lo que más quería: asir el cálamo y escribir. Pero no va a continuar donde lo dejó, pues al releer las líneas del último día, le han parecido un tanto monótonas, como esos anales que tanto gustan a los romanos: "un año ocurrió esto, el año siguiente esto otro, un año después…". El relato necesita un comienzo vibrante, que transmita dramatismo, y sabe muy bien dónde encontrarlo.

Frente a ella, un nuevo papiro en blanco, con su olor áspero y su tacto suave. El cálamo, mojado en tinta, hará un ligero ruido al rasgar la superficie rugosa. Por lo demás, un dulce silencio de otoño.

 

TERCER ESBOZO

A pesar del secretismo que parecía envolverlo todo, era fácil deducir a quién debíamos esperar en aquella sala del palacio: no era otro que César, antiguamente conocido como Octavio, que había vencido en la batalla de Actium y había llegado a Alejandría como el nuevo señor del mundo. Unos días atrás habían encontrado el cuerpo sin vida de Cleopatra, que mostraba la mordedura de una serpiente; no lejos de allí, en su palacio aún inacabado de Timonium, hallaban a Marco Antonio, también muerto. Eso fue solo el comienzo; poco después era apresado Cesarión, hijo de Cleopatra, y Antilo, hijo de Marco Antonio y Fulvia, que había dejado Roma para probar suerte junto a su padre. Los dos tenían diecisiete años, una edad que los convertía en un evidente peligro a ojos de César, que mandó ejecutados. Los habitantes de Alejandría observaban la rápida sucesión de acontecimientos con una extraña mezcla de estupor y de alivio, ya que al menos se había evitado lo que más temían: que César decidiera destruir la ciudad y deportarlos como esclavos.

En aquella sala del palacio reinaba un horrible silencio entre los niños. Estábamos cansados de llorar, aterrados por las recientes muertes.

Se oyó un ruido al otro lado, y voces de alguien que daba órdenes. El mecanismo de la pesada puerta de bronce terminó cediendo, y por ella entraron unos soldados armados que inspeccionaron con rapidez el lugar. Detrás de ellos venía un hombre de mediana estatura ataviado con la coraza más elaborada y reluciente que jamás haya visto. No había duda de que era César. Le acompañaba alguien que, por su aspecto y por los papiros que llevaba en la mano, debía de ser su secretario personal.

César miró a su alrededor con un gesto inexpresivo. Parecía un poco desorientado en ese lugar tan distinto a un campo de batalla o una asamblea de soldados, rodeado de niños que formaban grupitos aislados y lo miraban en el tenso silencio.

Dio unos pasos adelante y se acercó a uno de nosotros.

―¿Quién es? ―preguntó secamente a su ayudante.

―Es Tigranes, hijo del rey de Armenia.

Tigranes alzó la vista hacia César, intentando disimular el temblequeo de su cuerpo. Unos años atrás había sido traído a Alejandría junto a sus padres, y expuesto con cadenas de plata en el triunfo de Marco Antonio. ¿Qué iba a hacer César con él? La pregunta flotaba en el ambiente, y ni siquiera el propio César sabía aún contestarla. ¿Se lo llevaría a Roma? ¿Le devolvería el reino de Armenia, arrebatado a su familia? ¿O más bien correría la misma suerte que su padre, que murió ejecutado por orden de Cleopatra?

A continuación, César se acercó a un grupo de niños en el que destacaba la figura de Cleopatra Selene, la única que parecía erguirse con cierto orgullo, a pesar del miedo en sus ojos. A César no le hizo falta preguntar quiénes eran: dedujo que los dos hermanos mayores eran los gemelos de Marco Antonio y Cleopatra, y el más pequeño su hijo menor, Ptolomeo Filadelfo, todos ellos nombrados reyes en la más fastuosa de las ceremonias, todos ellos percibidos por su pueblo como presencias divinas en la tierra. Selene y Helios tenían diez años. César, mientras recorría sus jóvenes cuerpos con la mirada, se preguntaba si a esa edad podían ser potenciales enemigos, si habría alguien en Egipto o en algún rincón de Oriente que marcharía tras ellos en una rebelión contra Roma. Alejandro Helios apenas podía levantar la vista del suelo; sus ojos brillaban con renovadas lágrimas, su voz hubiera temblado ante cualquier pregunta. Ptolomeo se apretaba al pecho de su hermana, que lo protegía con sus brazos. César escrutaba a Selene intentando adivinar en su rostro las facciones de su madre, que recordaba vagamente, y su mirada, que según decían era inteligente y dañina; necesitaba saber si la nueva Cleopatra podía ser un símil de la primera, alguien que supusiera un reto, una amenaza, pero lo que tenía delante era una niña cansada de llorar, que protegía a su hermano de un horror del que ella misma era incapaz de protegerse.

Sin decir palabra alguna, César continuó su recorrido.

―¿Quién es? ―preguntó en voz baja después de mirarme brevemente.

―Es Iotapa, hija del rey de Atropatene.

César se giró hacia su ayudante con un gesto de incomprensión, como si no supiera con exactitud qué era o dónde estaba ese remoto reino.

El ayudante se acercó a César y le susurró algo al oído. Entonces pareció comprender: mi padre, Artavasdes, había aparecido en Alejandría como surgido de la nada y se había presentado a César para narrarle su increíble odisea desde que escapara del cautiverio de los partos. Lo sé porque…

*         *         *

 «No, así no».

Iotapa levanta la vista del papiro y detiene la escritura. Quería una narración emotiva y se está perdiendo entre los sucesos de aquellos días. Quería hablar de sí misma, de cómo se sintió ante la presencia de César, de cómo, en todo momento, temió por su vida, pensando que el nuevo señor de Roma iba a levantar un dedo y que en ese mismo instante sería llevada por los soldados a algún oscuro rincón donde le cortarían la cabeza. Ese temor era el que invadía su alma. Ese temor y nada más.

Iotapa traza una línea en diagonal sobre el papiro, apretando el cálamo con fuerza. Necesita otra manera de narrar aquellos hechos. Otro comienzo.

Por suerte quedan varias horas de sol en este día de otoño en el que los árboles de Samosata parecen bailar movidos por la brisa.

El olor a tinta y las pequeñas manchas que quedan en sus manos empiezan a ser para ella una nueva manera de estar en el mundo, o una nueva necesidad.

Papiro nuevo.

Escribir.

 

CUARTO ESBOZO

Quedaba mucho por hacer en la nueva provincia: enviar delegaciones militares río arriba, establecer un censo, y con él recomponer el cobro de tributos, pero por encima de todo asegurar el suministro de grano, que tanta falta hacía en Roma. En eso llevaba César ocupado toda la mañana, al dictado de su secretario.

―¿Qué es lo siguiente? ―dijo con voz cansada.

―Los sacerdotes del Serapeum solicitan permiso para esculpir tu imagen en una de las paredes del templo, a la manera egipcia. Han enviado el boceto del relieve.

―Déjame ver.

La imagen dibujada en el papiro recreaba la de los antiguos faraones; no había en ella nada que denotara un origen extranjero.

―¿Y esos símbolos?

―Según me explicaron, son los de tu nombre, 'César', en escritura jeroglífica.

César repasaba con cuidado los símbolos, intentando interpretarlos.

―Hay una serpiente y una cesta. ¿Qué es eso otro?

―Los dos primeros símbolos son juncos; encima y debajo de la serpiente hay dos cerrojos.

―¿Y esto significa César?

―'Kaisaros', para ser exactos.

César se detuvo un instante para echar un vistazo al papiro, aún incrédulo.

―Que hagan su relieve si quieren, pero que esperen un tiempo; es pronto para ese tipo de homenajes. ¿Algún otro asunto que tratar?

―Tienes una última audiencia. Con Artavasdes, rey de Atropatene. Llegó ayer a la ciudad, escoltado por soldados. Nos ha presentado un documento en el que detalla su largo viaje y sus peticiones. Aquí tienes un resumen en latín.

―¿Qué hace en Alejandría? ―preguntó César al tiempo que ojeaba el escueto informe.

―Ha venido tras huir de los partos, que lo habían hecho prisionero. Aquí tiene a su hija Iotapa. Estaba prometida en matrimonio a Alejandro Helios.

―Hacedlo pasar.

Un instante después entraba en la sala la cansada figura de mi padre.

―¿Eras amigo de Marco Antonio? ―le preguntó César sin mayores preámbulos.

―Primero fui su enemigo. Invadió mi reino, asedió Fraaspa, mi capital. Pero luego unimos fuerzas contra los partos, nuestro enemigo común.

―Te lo vuelvo a preguntar: ¿eras amigo de Marco Antonio?

―Era amigo de Roma, y lo sigo siendo.

A César le gustaban las respuestas inteligentes, y esta lo era.

―Puedes salir.

―Espera en el exterior mientras el Imperator delibera ―añadió el secretario, acompañándolo a la puerta.

César necesitaba un tiempo para tomar su decisión pero en realidad ya estaba tomada. Eran muchos los reyes de Oriente que habían ofrecido ayuda a Marco Antonio, y antes de él a Pompeyo o a Casio. Apostaban por el que creían que sería el vencedor en cada momento, sin importarles mucho que unos fueran rivales de los otros. César había aprendido que lo mejor no era castigarlos por ello, sino darles cierto espacio para que sus reinos persistieran en paz, a sabiendas de que eso redundaría en mayor beneficio para Roma. No podía destruir Oriente, demasiado extenso e inabarcable, tenía que comprender poco a poco sus entrañas como la única manera de someterlo.

―Llamadlo de nuevo.

Cuando mi padre franqueó la puerta, la sonrisa de César delataba su respuesta. No hicieron falta grandes declaraciones.

―Ven, Artavasdes, te voy a enseñar una cosa ―le dijo, mostrándole los extraños dibujos de los sacerdotes y los símbolos arcanos que formaban su nombre.

Al día siguiente, me reuní por fin con mi padre. Hubo un abrazo, lágrimas y cierta sensación de extrañeza al verlo tan delgado y envejecido.

―¿Volvemos a Atropatene? ―le pregunté tímidamente.

―No. Vamos a Armenia Menor. Es el reino que me ha concedido César.

―¿Armenia Menor? ―contesté, sin saber muy bien dónde situarla en mi confusa geografía.

―Partimos dentro de dos días.

Llegada la fecha, fuimos conducidos al puerto, donde estaba anclada la flota de César. Uno de esos barcos era el que nos iba a llevar a Tarso, en Cilicia; el resto tenía como destino Roma, y lo formaban grandes naves de transporte repletas de tesoros y riquezas. Según se decía, en una de esas naves viajarían los hijos de Cleopatra y Marco Antonio, que iban a ser exhibidos por las calles de Roma en la procesión triunfal. Sentí pena por Selene y sus hermanos, me entristecía pensar en su oscuro porvenir. A mí, en cambio, me sonreía la fortuna. Me hubiera gustado ver por última vez el rostro altivo y enigmático de Selene. También el de Alejandro, que había sido mi prometido.

Durante las largas jornadas de viaje hasta llegar a nuestro nuevo reino, mi padre me contó una y otra vez sus andanzas entre los partos y sobre todo su encuentro con César, que describía con orgullo. Era su gran momento, el clímax de su vida. Yo, en cambio, prefería guardar en secreto mis vivencias.

*         *         *

 La mañana de hoy ha sido alegre para Iotapa. Por los pasillos del palacio corrían Antíoco y Iotapa, sus nietos, y con sus risas y sus inocentes peleas daban un aire nuevo a este espacio habitualmente en silencio.

A la niña le llamaban la atención los papiros sobre la mesa y quería jugar con ellos y con la tinta.

―No toques eso, te puedes manchar ―le ha dicho su abuela, en tono amable.

A mediodía, los niños han sido devueltos a su madre, dejando a Iotapa de nuevo sola en su apacible calma. Sus hijos y sus nietos le recuerdan por qué está en Comagene, le dan sentido a ese último viaje que emprendió hace tantos años.

Quizá valga la pena empezar por ahí el relato.

Sobre el papiro se ve la pequeña mancha de tinta que ha dejado tras de sí la pequeña Iotapa. Bienvenida sea esa muestra de vida. Ese recordatorio del mundo que palpita.

 

QUINTO ESBOZO

Llegué a Comagene a los trece años de edad para casarme con Mitrídates, uno de los hijos del rey. Éramos, además, primos hermanos. Mi madre, de nombre Atenaide, murió cuando yo tenía apenas un año, de manera que no tuve ocasión de escuchar de sus labios cómo era su tierra natal, o cuáles eran sus dioses, o sus usos y costumbres. Fue por eso que llegué a Comagene como quien descubre un país completamente extraño, a pesar de encontrarme en él a innumerables parientes. Todos ellos, empezando por mi tío, que era el rey, se esforzaron por guiarme en mi nuevo país y mi nueva ciudad, Samosata. Me llevaron a los templos principales, me enseñaron sus estatuas, sus relieves, sus terrazas ribeteadas con cenefas. Participé en sus ceremonias religiosas, en las que me dieron un papel prominente y me vistieron con las mejores galas; llegada la primavera, visité de su mano las otras ciudades importantes del reino: Perrhe, Tharse, las dos Arsameias, todas ellas de humildes dimensiones.

En una ocasión, nos desplazamos montañas adentro hasta llegar al túmulo de Antíoco, mi abuelo. Fueron tres días de largo viaje en el que mi blanco vestido acabó sucio de arcilla y de lo que parecía una arena oscura, o ceniza. A mi lado en la carreta iba mi marido, Mitrídates, un joven tímido, apegado a su madre. Siempre en silencio, mirando tristemente el paisaje. El último tramo de la travesía fue una interminable ascensión hacia lo alto de la montaña; su cumbre había sido cubierta por un gigantesco túmulo de piedras en forma de cono, que marcaba el lugar donde estaba enterrado el rey. Flanqueaban el túmulo dos terrazas monumentales repletas de estatuas y relieves, conectadas por un camino de losas perfectamente encajadas por el que transitaban, en las grandes ocasiones, las procesiones rituales. Los sacerdotes, que tenían aspecto de estar aburridos en aquellas alturas solitarias, sonrieron al ver que por fin daba comienzo un nuevo ceremonial y que el cortejo de recién llegados lo formaba la familia real al completo.

Antes de la primera ofrenda, tuve tiempo de acercarme a las grandes estatuas sedentes de los dioses. Allí estaba Zeus-Oromasdes, símbolo de la herencia helena y persa de mi familia, también Mitra identificado con tres dioses: Hermes, Helios y Apolo; a su lado Comagene, diosa nacional, y luego mi abuelo Antíoco, conocido como Theos, que anticipaba así su propia divinización. Detrás de las estatuas descubrí la larguísima inscripción en lengua griega donde Antíoco quería explicar el sentido de su obra. En ella mencionaba a los dioses del lugar en su extraña mezcla, y se calificaba a sí mismo como 'filorromano', tal como hacían muchos reyes de entonces y siguen haciendo los de ahora.

Mi tío me hablaba con orgullo de aquel magnífico santuario, y en verdad lo era. Allá donde íbamos, hacía alarde de todo aquello que pudiera demostrar la grandeza de su pequeño reino. Yo seguía sus explicaciones, y simulaba una admiración sincera ante las formas artísticas de Comagene y la bondad de su clima y de sus gentes. Sentía simpatía por él. Lo escuchaba en silencio, con una sonrisa en los labios. Nunca dije nada de mi vida anterior; lo digo ahora.

Yo estuve en Alejandría, vi con mis propios ojos a Cleopatra y Marco Antonio, conocí su corte y sus caprichos, toqué con los dedos su mundo, que era de sueños. ¿Cómo iban a impresionarme las pequeñas maravillas locales de mi nueva nación? En Alejandría me fue dado visitar el Museion, y allí vi a los sabios sentados en la exedra, y caminé por las interminables estanterías de su biblioteca, incapaz de decidirme por un volumen u otro. Subí una vez a la nave regia de Cleopatra, que relucía por sus adornos de oro y la blanquísima vela que llevaba su insignia. Salimos del puerto real, aledaño al palacio, fuimos a la isla de Antirrodos, donde había otro palacio y otro templo, navegamos hasta el cabo de Lochias, al dique del Timonium, a la isla de Faros, y en cada uno de esos lugares había un inmenso templo, navegué por el canal que une el lago con el puerto de Ciboto, crucé la puerta de la Luna, y al otro extremo la de Canopo, también llamada del Sol, entré en silencio en el templo de Julio César, y en el templo de Pan, y en el de Serapis, y en todos ellos había estatuas exquisitas y ofrendas de gran riqueza, entré en el Soma, donde estaba el sepulcro de Alejandro Magno, y toqué el sarcófago, que me pareció el más bello monumento jamás creado, vi el magnífico Gimnasio en la vía Canopea, y me asombré al ver sus pórticos, que medían más de un estadio, vi procesiones encabezadas por elefantes, vi a personas que parecían de otro mundo, vestidas en oro, rodeadas por la bruma de los templos.

Todo eso vi en Alejandría.

Pero empecemos por el principio.

 @Tadeus Calinca.

Nota: este relato apareció publicado en el volumen Amigo mío, Las justas florales y otros relatos. (XII Concurso Hislibris). Ediciones Evohé, Madrid (2020).