PAPIROS
Autor: Tadeus Calinca
Alejandría, noviembre de 48 a.e.c.
Cuando Cordo abre los
ojos, se percibe aún el olor del incendio: lo trajo de madrugada, pegado a su
túnica, o quizá persiste en el aire después de una noche colmada de fuego.
«Debe de ser mediodía», piensa Cordo al notar el reflejo de la luz en las
rendijas.
No hay nadie más en
el barracón: sus compañeros se han levantado al despuntar el día, como marca la
norma. A él, en atención a sus esfuerzos durante la misión nocturna, le han
permitido más horas de descanso. «Hasta el mediodía», dijo el centurión
siguiendo órdenes de alguien que, desde lo alto de una torre, parecía
sonreírles.
Cordo se estira sobre
el jergón, cuya superficie irregular está siendo caldeada, suavemente, por el
sol. El espacio es tan exiguo que su mano derecha no tarda en caer al suelo y
posarse sobre objetos dejados al azar la noche anterior: la espada, el
cinturón, las sandalias. Al catálogo de formas familiares se añaden ahora los
dos rollos de papiro que se trajo anoche del puerto. Las naves ardían en medio
de un infierno de llamas que ascendían el cielo nocturno como una amenaza
monstruosa, no tenía sentido acercarse más al fuego para lanzar esos últimos
rollos que le habían quedado entre las manos, así que decidió traérselos al
barracón. Al fin y al cabo, ¿quién iba a reprochárselo?, ¿qué importancia tenía
salvar de la destrucción esos papiros?
Con sumo cuidado,
como si fuera el objeto más frágil de un naufragio, Cordo coge uno de los
rollos y lo deposita sobre el jergón, justo donde el sol ilumina con más fuerza;
siente curiosidad por saber qué es lo
que ha salvado al azar. Menandro.
Comedias, dice el título en griego. Viene a continuación lo que parece una lista
anotada por algún erudito; a Cordo no le cuesta entender algunos de los
títulos, como el de Samia, 'la chica
de Samos', o Auletris, 'la
flautista', pero tiene dificultades en otros, como Perikeiromene. Quizá esta nueva lectura le permita mejorar sus
conocimientos de griego, algo que está empeñado en hacer desde que pisó tierras
de Oriente. Pero la lectura será para otro momento: después de tantos esfuerzos
acumulados el día anterior, Cordo nota cómo sus ojos a duras penas se mantienen
abiertos mientras intenta leer, hasta que terminan cediendo al último sueño de
la mañana.
―¡Cordo! ¡Arriba, es
hora de levantarse!
La voz de Aufidio,
siempre celoso de su trabajo, eternamente puntual en sus cometidos, rompe la
paz del barracón. Terminan así las horas de descanso robadas al nuevo día. Vuelve
otra realidad: la de la ciudad en guerra.
No lejos de Alejandría, en una tienda
de campaña habilitada con prisas para su persona, despierta Arsínoe tras largas
horas de sueño que han cubierto casi la totalidad del nuevo día. Llegó al lugar
al amanecer, después de su azarosa huida en compañía de Ganimedes; previamente
habían saltado la muralla, habían corrido en medio de la oscuridad hasta
alcanzar a unos soldados gabinianos, cuyas preguntas rudas e insolentes
contestaron con urgencia; a continuación tuvieron que mostrar sus objetos
personales y descubrir el rostro para que pudieran identificarlos; a toda prisa
los subieron a una incómoda carreta que tras hundir sus ruedas en todos los
baches del camino llegó por fin al campamento. Eran los albores del nuevo día;
las cabañas de los soldados, aún grises en la penumbra, se sucedían ante su
vista.
―Buenos días ―le dice
Ganimedes en su amable tono de siempre.
Arsínoe, aturdida aún
por los recientes sucesos y por la fatiga acumulada en su cuerpo, se gira hacia
él.
―Es tarde ―dice entre
bostezos.
―No te preocupes,
necesitas descanso.
La joven se sienta en
el jergón, quizá la superficie más humilde en la que haya dormido. Ganimedes,
atento a todo, ha dispuesto un ánfora llena de agua fresca y otro recipiente,
más plano, con el que la joven princesa podrá al menos lavarse la cara.
―Los jefes del
ejército esperan para darte la bienvenida como corresponde a la hija de un rey
y ponerse a tus órdenes.
―¿También Aquilas?
―pregunta Arsínoe con cierta suspicacia.
―Aquilas era el
primero de todos ellos, y el más obsequioso.
―¿Cómo quieres que
los reciba?
―No entiendo.
―Mira esta ropa, está
sucia, incluso hay manchas de sangre. Y mi pelo. ¿Quién me va a ayudar a
peinarme?
―Me temo que tus
criadas se han quedado en Alejandría.
―Dile a Aquilas y a
los suyos que me encuentren otras.
―No será fácil en un
campamento militar…
―Que vayan a la
ciudad, y que me traigan también algún vestido digno. Dices que soy una reina
para ellos, ¿no?
―Lo eres, en tanto
que consigamos liberar a tu hermano Ptolomeo y te cases con él, como cabe
esperar.
―Entonces necesito ir
vestida como una reina.
―Por supuesto, se hará
como ordenas. ¿Necesitas alguna otra cosa?
―Ganimedes.
―¿Sí?
―Gracias por todo.
Gracias por salvarme.
―No hay de qué.
Con esta última
frase, Ganimedes abre la puerta de tela y accede al exterior, donde algunos
mandos del ejército esperan a la sombra. Antes de acercarse a saludarlos, se
toma unos breves momentos para recuperar la compostura. No quiere que estos
hombres, futuros compañeros de armas en la guerra, vean las pequeñas lágrimas
que ahora intenta enjugar.
© Tadeus
Calinca, 2020.
Todos los
derechos reservados.
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