EL
INCENDIO
Autor: Tadeus Calinca
Alejandría, noviembre de 48 a.e.c.
―A lo largo del día
hemos mantenido nuestras posiciones en el puerto, impidiendo que los
alejandrinos pudieran recuperar su flota, allí amarrada. Pero no hay duda de
que lo volverán a intentar, y lo harán con mayores fuerzas, pues sabemos que
las tropas reales se hallan cerca de Alejandría.
Más que una arenga a
sus soldados, las palabras de Julio César parecen un susurro en el silencio de
la noche. Sus facciones, sus manos, su coraza, su manto de general son apenas
iluminados por las teas de fuego bailante dispuestas alrededor del estrado.
Cordo, reinstaurado
desde hace unos días como soldado romano, es uno de los elegidos para formar
parte de esta misión nocturna cuyo objetivo aún desconocen. A su lado, casi
irreconocible en la oscuridad de la noche sin luna, el centurión Aufidio escucha
al general en jefe como si tuviera delante a un espectro.
―Por suerte nuestra
flota está bien protegida en el puerto real, sobre el que ejercemos un control
efectivo ―prosigue César―. Es de esperar además que lleguen bien pronto los
refuerzos que he solicitado, y que sin duda necesitamos. Sin embargo, los
alejandrinos tienen aún acceso al gran puerto, y no disponemos de tiempo para
alzar un muro que nos permita defenderlo, ni estamos en condiciones de
contenerlos por mucho tiempo. No hace falta que subraye el enorme peligro que
supondría para nuestros intereses que esas naves volvieran a manos de los
alejandrinos: las fuerzas enemigas rodean el perímetro amurallado del palacio,
de modo que el control del mar es vital para nuestra supervivencia. Es por eso
que he decidido destruir la flota alejandrina antes de que las naves caigan en
su poder.
No es este un
discurso al uso: no se oyen vítores, ni se invoca en voz alta el nombre de los
dioses. Julio César abandona la tarima en completo silencio y se encamina, envuelto
en el humo de las antorchas, hacia el palacio.
Se abren entonces las
pesadas puertas de la muralla, que se deslizan como si fueran de aire. Cordo y
sus compañeros de expedición, cansados aún del largo día de enfrentamientos en
el puerto, se adentran ahora en la oscurísima noche. Tan solo el chapoteo de
las olas o el quejido lejano de alguna ave marina rompe, de manera leve, la calma
infranqueable. A lo alto, distante, la torre de Faros aporta a la noche un
punto de luz que se pierde en el firmamento como un astro solitario.
Guiados por las
antorchas, los soldados se acercan a buen paso a las naves.
―Tomad, de uno en
uno.
Cuando le llega su
turno, Cordo extiende los brazos hacia una figura irreconocible, quizá un
cuestor o un tribuno, que pone en sus manos lo que, por el tacto, parece un
rollo de papiro. Y sobre este pone otro, y después otro, hasta que tiene entre
los brazos cuanto pueden abarcar.
Extrañas horas para
pasear con rollos de papiro, mucho más para leerlos.
―Venid conmigo ―dice
el centurión Aufidio a sus hombres.
―¿Dónde vamos?
―pregunta Cordo al tiempo que hace equilibrios para sostener su carga
literaria.
―Seguidme.
Una antorcha abre el
camino a lo largo del embarcadero mientras los soldados, según se les ordena,
depositan los rollos en el interior de las naves.
―Cuando se os
termine, volved a los almacenes a por más papiro ―ordena Aufidio.
Entretanto, la
antorcha se cierne sobre la proa del primer barco, donde empiezan a arder los
rollos allí dispuestos, y luego es llevada a la vela, arriada, y a la base del
mástil, y es introducida en el habitáculo donde se guardan los remos; gracias a
la sequedad de la madera y al combustible que aportan los rollos de papiro las
llamas no tardan en extenderse por toda la nave; arde del mismo modo la
embarcación contigua, y entonces los soldados no necesitan ya la luz de las
antorchas para ir y venir con los rollos, objetos creados para la lectura,
transformados ahora en heraldos de destrucción. Las llamas saltan con rapidez
de una nave a otra, generando una intensa lengua de fuego que alcanza también
los almacenes colindantes, de modo que estos empiezan a arder sin remisión; se
guardaban allí según dicen los papiros que esperaban a ser trasladados a la Biblioteca
para añadirse a su famosa colección; creaciones que parecían espirituales y
eternas pero que ahora, caducas, quedan reducidas a poco más que centellas en
el viento y cenizas llameantes.
―Misión cumplida,
soldados. ¡Volvemos a la ciudad!
Los gritos de Aufidio
son algo más que el trámite de una orden. El fuego sobre las aguas posee un
embrujo que él mismo siente, absorto en sus formas cambiantes. Debe impedir que
sus hombres pierdan la noción del peligro y queden abrazados por la red mortal
de las llamas.
―¡Corred! ¡A la
ciudad!
Ya vuelven los
soldados incendiarios, su piel iluminada por el resplandor. Las llamas lamen
las murallas, donde otros soldados se afanan por echar agua y apagar los conatos
de incendio traídos por el aire. Nadie en la ciudad permanece ajeno a lo que
sucede. Todos han despertado con el crujido de las maderas, todos miran,
huelen, tocan el humo denso.
Arsínoe, hija del
anterior rey Ptolomeo y hermana menor de Cleopatra, contempla el espectáculo
asomada a su ventana.
―¡Vamos! Es el
momento de irnos.
Quien así habla es
Ganimedes, que acaba de entrar en la alcoba y ahora la recorre de manera
frenética con una bolsa de cuero en la mano.
―¿Dónde está el
anillo?
―¿Cuál?
―El que heredaste de
tu madre.
―En la repisa, junto
a la cama.
Ganimedes recoge el
anillo, así como los sellos reales, las cartas y las pequeñas joyas que han
podido atesorar en sus días de encierro palaciego.
―¿A dónde vamos?
―pregunta Arsínoe, desconcertada aún por las llamas y por las acciones del
eunuco.
―Los soldados corren
hacia las murallas del puerto para resguardarlas del incendio. Están
descuidando las otras partes de la muralla, es el momento de escapar. ¡Vamos!
En la penumbra de la
noche, apenas matizada por el lejano incendio, Arsínoe y Ganimedes recorren
pasadizos que parecen interminables, cruzan patios invisibles entre zarzas y
rosales; se diría que el eunuco conoce la ruta de memoria, y que no le resulta
necesario ver por dónde camina para encontrar su destino; tal es la destreza
con la que avanza en la noche seguido de Arsínoe.
―¿Lo oyes? ―dice la joven
en voz baja, alarmada por unos ruidos sospechosos.
―Sí, escondámonos.
Ganimedes la tira con
fuerza del brazo, haciendo que la joven princesa caiga junto a él al lado de un
pedestal. Desde su escondrijo, escuchan los pasos apresurados de un grupo de
soldados que se dirigen hacia el puerto entre frases entrecortadas y bocanadas
de aire.
―Ya se han ido.
Sigamos.
Arsínoe conoce bien
el plan de Ganimedes, que le ha sido explicado repetidamente durante los
últimos días. Un plan para huir del palacio, de César y de su hermana Cleopatra,
y unirse a los que asedian la ciudad. Según Ganimedes, existen zonas de la
muralla que no están terminadas de construir. Ha visto en ellas alguna brecha
por la que cabe un hombre; asegura que, una vez que se accede al otro lado, se
abre una caída que no debería ser mortal. Arsínoe deduce que es a ese lugar donde
se dirigen ahora, ciegos, corriendo por calles teñidas de negro.
―No hay nadie. Ven,
súbete al andamio.
Arsínoe palpa los
listones de madera al tiempo que intenta imaginar cómo es la armazón de la que
forman parte. Ganimedes le pone en las manos una cuerda en la que ha hecho
varios nudos.
―Te puede ser útil cuando
bajes por la pared.
El eunuco le ayuda a
ponerse la cuerda por la cintura, tal como han ensayado durante los últimos
días. Por suerte para ellos, encuentra un travesaño firme donde atar el otro
cabo. Arsínoe intuye los movimientos de Ganimedes, los imagina sin interrumpir
el silencio inmaculado que los rodea.
―¿Estás preparada?
―pregunta en un susurro mientras le pone las manos en los hombros en un gesto
casi paternal.
―Lo estoy ―contesta
Arsínoe, aterrada ante el vacío y la noche oscura.
―Yo te ayudo.
La muchacha desciende
abrazada a la cuerda, asiéndose a cada forma de la piedra que le permite cierto
asidero, poniendo sus pies desnudos en las exiguas ranuras que separan un
sillar de otro.
―¿Quién anda ahí? ―se
oye desde la base del andamio―. Celso, ¿eres tú?
Un soldado de guardia
ha oído ruidos procedentes de la brecha y se dirige hacia ellos con el pesado
eco de sus armas.
―No te detengas,
Arsínoe, sigue bajando ―le dice el eunuco sin variar el tono sosegado de su voz
a pesar del peligro que se avecina.
La muchacha percibe entonces
el movimiento rápido de Ganimedes, cree ver el destello de su puñal ágilmente
desenvainado, escucha con terror cómo el cuerpo del soldado cae sobre el
andamio rompiendo uno de los listones, para terminar estrellándose con un
espantoso sonido contra el empedrado.
―¡Rápido, Arsínoe, salta!
Estás cerca del suelo.
Siguiendo las
instrucciones de Ganimedes, la joven da un brinco hacia la nada. Sus pies
amortiguan el golpe sin que se produzca dolor o lesión, tan solo una momentánea
pérdida de equilibrio que la hace caer al suelo. Está exhausta; nunca antes ha
corrido tanto, ni ha saltado al vacío, ni su delicado vestido regio ha estado
tan empapado de sudor; nunca antes ha presenciado la muerte de un hombre, ni
había imaginado a Ganimedes, su protector desde la infancia, capaz de algo así.
―¿Estás bien? ―le
pregunta el eunuco nada más descender, con sorprendente velocidad, la vertical
superficie.
―Sí, estoy bien.
―¿Puedes correr?
―Sí.
―Alejémonos de la
muralla, es un lugar peligroso.
Así hacen,
perseguidos por sombras, por silencios. Sobre ellos, el cielo de Alejandría
iluminado por el fuego.
© Tadeus
Calinca, 2020.
Todos los
derechos reservados.
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