ARQUELAO
Autor: Tadeus Calinca
Junto al Nilo (Egipto), abril de 55 a.e.c.
«¿Qué les trajo aquí? ¿Por qué no continuaron
viaje más allá del Éufrates, en vez de dar media vuelta y caer sobre Egipto de
improviso?», lamenta Arquelao mientras pasa revista a sus tropas, vencidas en
doble batalla, apenas preparadas para la próxima, «podrían estar ahora en las llanuras
de Mesopotamia luchando junto a su aliado Mitrídates, que aspira a ser rey de los
partos, pero algo hizo que abandonaran su causa y marcharan sobre Egipto con
todas sus fuerzas».
Los soldados,
cabizbajos, guardan silencio. Son los restos del ejército real, reforzado con
una leva de jóvenes procedentes del campo, inexpertos y mal armados, deseosos
de volver cuanto antes a la siega. Se esperan nuevas fuerzas procedentes de Alejandría,
Canopo y otras ciudades del Delta, pero quizá sea demasiado tarde.
«Tan solo necesitaba
un poco de tiempo, unos años; que los romanos se entretuvieran en Mesopotamia
batallando con los partos, o que persiguieran a los judíos en sus rebeliones y
sus correrías, azuzados por los partidarios de Aristóbulo, de espíritu
incansable, o por su hijo Alejandro, que aún se esconde en alguna cueva del
desierto; unos años para hacerme fuerte en el trono de Egipto al que accedí de
manera tan extraña, tras escabullirme de Antioquía y embarcarme con mis hombres
en una aventura incierta; dejar tiempo a los escultores para que terminen las
majestuosas estatuas en las que aparezco junto a mi esposa, la reina Berenice,
hija de Ptolomeo, y que estas adornen los antiguos templos del Nilo; permitir
que en Alejandría los operarios de la ceca tengan tiempo de trazar sobre los
moldes nuestra figura egregia y a su alrededor las palabras griegas de nuestros
nombres y el título de rey, basileos,
rey de Egipto; unos años, tan solo unos años para hacernos fuertes y
enfrentarnos a Ptolomeo y sus argucias, sus promesas de plata y oro que tanto
hipnotizan a Pompeyo, a Gabinio y a tantos otros nobles romanos; tiempo para
ser algo más que una sombra en la historia de Egipto y del mundo».
Se acumulan en
desorden las barcazas en la orilla. Ninguna ciencia, ningún dios salvará a los
heridos.
―¿Cuándo volverán a
atacar los romanos? ―le pregunta uno de
sus oficiales en busca de un augurio imposible.
―Prefiero no saberlo
―le contesta Arquelao, con su marcado acento de Capadocia.
Días atrás, a las
afueras de Alejandría, la reina Berenice acudió a despedirse del ejército. Hubo
entonces un único gesto amable después de meses de indiferencia: la mano de
ella posándose en el pecho de él, y luego apretando con un leve temblor su
propia mano, asida a la espada, y una mirada que no era de hermandad o
compasión sino de miedo.
Ahora, a la orilla
del gran río que bien pudiera teñirse de rojo, los humildes soldados de leva
miran a Arquelao con asombro. Acostumbrados a los viejos dioses y las viejas
costumbres de su entorno, el rey sigue siendo para ellos un dios vivo, por
mucho que haya venido de otras tierras, por mucho que su lengua sea el griego y
le importe poco lo que digan los jeroglíficos de los templos o los vetustos papiros.
Las garzas
sobrevuelan el estrecho margen de tierra fértil. El río, la única arteria viva
de esta tierra, discurre con calma bajo el sol que declina.
© Tadeus
Calinca, 2020.
Todos los
derechos reservados.
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