No conviene hacerse demasiadas ilusiones en cuanto al papel de las mujeres en las sociedades antiguas, incluida la romana. El cuadro es bien conocido: invisibilidad social, imposibilidad de desarrollar una carrera en la política, en el ejército o en los negocios, limitaciones en el acceso a la educación y la cultura, y un largo etcétera.
A esa evidente discriminación que sufrían las mujeres de entonces (y que siguen sufriendo, en mayor o menor medida, muchas mujeres de hoy en día), hay que sumarle una discriminación adicional, mucho más sutil: la de cómo, en los siglos posteriores, se ha interpretado el papel de las mujeres en la Roma antigua. En esto ha habido diferentes modas. Una de ellas la empezaron autores como Suetonio, en edad antigua, y la siguieron, en tiempos más modernos, autores como Robert Graves. Consiste en presentar a las mujeres del entorno imperial como seres necesariamente malignos, conspiradores, desalmados, sin matices. La novela I, Claudius, de Graves, seguida años después por la famosa serie televisiva, encumbró a personajes como Livia, Mesalina y Agripina, esquematizando un tipo de comportamiento que no hace sino desvirtuarlas como personas.
Por suerte, los historiadores que analizan el papel de la mujer en la Roma antigua son capaces (en general) de huir de estereotipos y generalizaciones. En los últimos tiempos se han producido avances relevantes, y sobre todo rigurosos.
Acabo de leer un libro maravilloso: Lives behind the Laws. The World of the Codex Hermogenianus, de Serena Connolly (2010). De entrada, leer un libro dedicado a algo de sonoridad tan abstrusa y recóndita como el Código Hermogeniano parece poco atrayente; suena a siglo XIX, a recopilación de leyes, a intentos de palingenesia, a Justiniano, a derecho romano en su dimensión más rancia. Sin embargo, el libro me ha parecido fascinante. Y, al menos indirectamente, nos habla de las mujeres de Roma, tan anónimas, tan acalladas en el discurso oficial o en las fuentes antiguas.
Buena parte de lo que conocemos como derecho romano se basa en los edictos, epistulae y constitutiones de época imperial, en muchos casos reelaboraciones y adaptaciones de leyes más antiguas. Ocupan también un lugar destacado los rescripta, o rescriptos, que fueron recopilados por primera vez en tiempos de Diocleciano (finales del siglo III). Se conocen dos códices principales: el Gregoriano y el Hermogeniano, aunque los conocemos sólo parcialmente, gracias a que fueron utilizados extensamente en volúmes de jurisprudencia de épocas posteriores.
La pregunta es obligada: ¿qué son los rescriptos? La respuesta es muy simple: un sistema por el que los habitantes del Imperio podían dirigirse directamente al emperador para exponerle sus casos relacionados con la justicia. El emperador, o más bien su equipo de asesores en materia jurídica, agrupados en el scrinium libellorum, contestaban esas peticiones en forma escrita mediante los rescriptos, que eran expuestos en público y copiados en los archivos oficiales. El sistema funcionó de manera continua durante varios siglos, ofreciendo a los habitantes del Imperio una oportunidad para ser escuchados por la más alta instancia judicial, que no era otra que el propio emperador.
Y bien, ¿qué tiene que ver esto con las mujeres? Según las fuentes consultadas por Serena Connolly en su libro, se calcula que el 25% de esas peticiones fueron escritas por mujeres. Por desgracia, no se conservan las petitiones, pero sí los rescripta, es decir, las respuestas, y en ellas se explica el caso y se dan las correspondientes directrices. Se conservan cientos de ellos. Tratan de los más diversos asuntos: cuestiones relativas a divorcios, a la posesión de bienes, incluso a determinados negocios detentados por mujeres. Llevo años documentándome sobre el mundo romano y nunca hasta ahora
había visto un ámbito en el que pudiera escucharse de manera tan directa su voz.
Los rescripta no eran ni mucho menos la única manera de establecer justicia en el mundo romano. Existían diversos tipos de jueces y tribunales, y a ellos podían acudir los ciudadanos para dirimir sus disputas. Alrededor de los litigios se movía un importante colectivo de abogados, notarios y escribas que resultaban imprescindibles para llevar a buen fin las acciones legales. Todo eso costaba caro. De hecho, muy caro. Tanto, que en al práctica el acceso a la administración de justicia quedaba reservado al segmento más pudiente de la sociedad, que podía permitirse esos gastos. ¿Qué opciones le quedaban a la resto de la población? Podían elevar sus peticiones a los gobernadores provinciales en espera de respuesta; también, como veníamos diciendo, podían dirigirse al emperador. Lo soprendente del caso es que, generalmente, solía responder.
Las personas que utilizaban el recurso de las petitiones pertenecían en general a esa población que podríamos definir como 'clase media', sin recursos suficientes para permitirse una acción legal por medio de abogados. Eran más o menos esa masa anónima que no suele tener voz propia en los libros de historia. A ella, por definición, pertenecían muchas mujeres de la antigüedad. Es así como, de esta manera indirecta y casi milagrosa, nos ha llegado su voz. No su imagen esculpida en mármol, ni el relato que de ellas se hizo en la literatura y en la historia, sino su propio testimonio, o lo que puede rastrearse del mismo.
Así es, en resumidas cuentas, lo que se cuenta en ese libro. He mostrado los hechos de manera esquemática, dada la brevedad del artículo. En realidad, el mecanismo de los rescripta es más complejo, y hay que entenderlo bien en su contexto. Por lo demás, me quedan lecturas por hacer acerca de este interesante asunto (Tony Honoré, Simon Corcoran, Fergus Millar, entre otros). Lo haré próximamente.
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