¿Acaso alguien que visite Roma puede queda impasible ante sus antiguas piedras? Quien más y quien menos querrá ver en esos templos derruidos, en esas columnas rotas y desgastadas algún tipo de esplendor borrado por el tiempo y eso le llevará quizás a alguna reflexión sobre el decurso de la historia o los vaivenes del destino. ¿Acaso Roma no existe un poco para eso, para hacernos pensar en nosotros mismos?
Entre los visitantes que pasean por las antiguos restos no faltan los poetas. Hace poco (de hecho ayer), leí El arrecife de las sirenas, de Luna Miguel, libro de poemas de esta escritora nacida en la época de los ordenadores, de esta poeta que es en sí misma el anuncio de un nuevo tiempo en la manera de entender la acción escrita. En uno de sus poemas, titulado "Sexo a media tarde en el Trastévere", se lee lo siguiente, referido a Roma:
me doy cuenta de que en esta ciudad todo son
piedras, de que cuando muramos seremos pie-
dras, de que solo las piedras significarán lo que
fuimos y de que dentro de mil años los gatos
pasearán por las ruinas de otra civilización.
Ese recuerdo en la voz de la poeta me llevó a otro escritor bien distinto, Rafael Chirbes. En su novela Crematorio, sus reflexiones sobre la antigua Roma le conducen vía ladrillo a ese otro mundo esquivo, el del pasado reciente:
Roma, el viejo avispero que Augusto llenó de ladrillos y mármol: que no se te olvide que el mármol era puro revestimiento, el delgado pan bimbo del sándwich; por debajo, el jamón del sándwich casi siempre era -como ahora- cemento o ladrillo.
Piedras, ladrillos.
Hace un tiempo fui a Maguncia, en Alemania. Allí, casi por casualidad, me encontré con el esqueleto en ladrillo de lo que fue el cenotafio de Druso. Era un día de lloviznas y cielos grises. Se supone que en el pasado el cenotafio estaba cubierto de los mejores mármoles y coronado por estatuas. ¿Qué queda de eso? Poco más que una deforme estructura de ladrillo. Un lugar en el que hacerse una foto, como un turista.
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