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me doy cuenta de que en esta ciudad todo son
piedras, de que cuando muramos seremos pie-
dras, de que solo las piedras significarán lo que
fuimos y de que dentro de mil años los gatos
pasearán por las ruinas de otra civilización.
Ese recuerdo en la voz de la poeta me llevó a otro escritor bien distinto, Rafael Chirbes. En su novela Crematorio, sus reflexiones sobre la antigua Roma le conducen vía ladrillo a ese otro mundo esquivo, el del pasado reciente:
Roma, el viejo avispero que Augusto llenó de ladrillos y mármol: que no se te olvide que el mármol era puro revestimiento, el delgado pan bimbo del sándwich; por debajo, el jamón del sándwich casi siempre era -como ahora- cemento o ladrillo.
Piedras, ladrillos.
Hace un tiempo fui a Maguncia, en Alemania. Allí, casi por casualidad, me encontré con el esqueleto en ladrillo de lo que fue el cenotafio de Druso. Era un día de lloviznas y cielos grises. Se supone que en el pasado el cenotafio estaba cubierto de los mejores mármoles y coronado por estatuas. ¿Qué queda de eso? Poco más que una deforme estructura de ladrillo. Un lugar en el que hacerse una foto, como un turista.
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