El emperador se despertó inquieto. Había tenido pesadillas la noche anterior, que lo habían dejado en un estado de preocupación. Acudió a los intérpretes de sueños, que le dijeron que tuviera cuidado el día siguiente, 19 de marzo. El emperador en cuestión es Juliano, que dentro de poco iba a empezar su ansiada campaña militar contra los persas. Tiempo después se supo que, durante esa noche, a muchas millas de distancia, en Roma, había ardido el templo de Apolo en el Palatino, una noticia que Juliano, afecto a las viejas costumbres del mundo helénico y romano, habría de lamentar amargamente.
Restos del templo de Apolo en el Palatino (Roma). Autor de la imagen: Daniel Riaño.
Conocemos el episodio gracias a Amiano Marcelino (Hist. XXIII 3.3), el único autor que lo narra. Aquí tenemos la parte final, cuando describe la destrucción del templo:
hac eadem nocte Palatini Apollinis templum praefecturam regente Aproniano in urbe conflagravit aeterna, ubi, ni multiplex iuvisset auxilium, etiam Cumana carmina consumpserat magnitudo flammarum.
Nos dice que esa misma noche (la fecha exacta la ha dado anteriormente), en tiempos de la prefectura de Aproniano, ardió el templo de Apolo Palatino en la ciudad eterna (in urbe aeterna). Añade, además, un dato interesante: de no ser por la ayuda venida de diferentes sitios, las llamas habrían consumido los oráculos sibilinos.
Toda una tragedia para alguien como Juliano, que poco antes, en la misma Antioquía, había sufrido una experiencia similar, con el incendio del templo de Apolo, situado en Dafne, cerca de la ciudad (22 de octubre de 362). En esa ocasión, no dudó en culpar de los hechos a los cristianos, contra los que tomó medidas de represalia. En el caso del incendio de Roma, no se hace alusión a una posible autoría de los hechos. La dimensión religiosa de estos sucesos fue recogida (y ampliada) por autores cristianos como Rufino de Aquilea; a Amiano Marcelino, estos detalles no le importaban tanto. Su relato incide sobre todo en las consecuencias psicológicas que el incendio del templo de Roma iba a tener para alguien como Juliano, que estaba a punto de emprender una campaña militar para la que necesitaba los mejores augurios.
Por desgracia, no conocemos más detalles acerca del incendio, pero la destrucción del templo parece confirmada por los hechos. La mención a los oráculos sibilinos, tan importantes para la religión y la sociedad romana pre-cristiana, puede sugerir que el incendio afectó también al pórtico contiguo, que albergaba una importante biblioteca de libros griegos y latinos, pero no hay manera de confirmarlo. Ni siquiera se conoce con exactitud la ubicación de ese pórtico, o de la biblioteca; tampoco las dimensiones exactas de un templo que había sido construido en tiempos de César Augusto, muchos siglos atrás. El propio Augusto ordenó que fueran traídos allí los versos sibilinos, en su versión más fiable, para que fueran custodiados como era debido. El templo funcionó también como una de las sedes para las reuniones del Senado.
Pero los tiempos habían cambiado mucho desde entonces. Juliano era ya una rara avis: nostálgico del mundo helénico y la religión antigua, se empeñó en devolver al imperio a un tiempo que estaba ya en vías de desaparecer. Su muerte, en junio de ese mismo año, truncó de manera prematura cualquier proyecto que tuviera en mente.
Nunca sabremos si Juliano tuvo ese sueño premonitorio, o si por el contrario todo se debe a un juego literario de Amiano, basado quizá en habladurías posteriores en torno a un emperador que se convirtió pronto en la diana de todos los ataques por parte de los autores cristianos, que veían en él la personificación del mal por haber renunciado a la religión en la que había sido educado, la cristiana.
Un autor muy posterior, Juan de Salisbury (siglo XII) nos cuenta que el papa Gregorio I (590-604), conocido también como Gregorio Magno, tomó la decisión de quemar la biblioteca del templo de Apolo con la intención de hacer hueco para las sagradas escrituras (Policraticus, 8.19). La noticia parece bastante poco creíble, y no hay manera de discernir de dónde le pudo llegar, seguramente ya deformada, a Juan de Salisbury. Pero quizá sea el reflejo de alguna realidad que se nos escapa, que tiene que ver con aquel incendio y con lo que le sucedió a la extraordinaria colección de textos que albergaba, perdidos para siempre. Algo que el propio autor medieval, que también era, dentro de los ceñidos márgenes de su época, un nostálgico y un defensor de la erudición grecolatina, también lamentaba.
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Bibliografía:
- Grelard, C., y F. Lachaud, eds. (2015). A companion to John of Salisbury. Leiden/Boston: Brill.
- Quiroga Puertas, Alberto J. (2020). El emperador Juliano: de la historia a la ficción. Ed. Síntesis.
- Rohmann, Dirk (2016). Christianity, Book-Burning and Censorship in Late Antiquity: Studies in Text Transmission. Berlín/Boston: Walter de Gruyter.